AGRO > EL DESPLAZAMIENTO DEL ALGODON POR LA SOJA
El área sembrada con algodón en el Chaco era de un millón de hectáreas y se redujo en pocos años a 160.000. Se perdió el 84 por ciento de ese cultivo por el avance de la soja.
› Por Claudio Scaletta
Un tópico de los voceros de las corporaciones agrarias de la Pampa Húmeda, reciclado por parte de la dirigencia política, es que “debe solucionarse el conflicto con el interior”. La afirmación conlleva algunos supuestos fuertes. El primero es la persistencia discursiva de la visión “porteñocéntrica”. El mundo se divide en “el exterior”, todo lo que no es Argentina, y “el interior” todo lo que no es la ciudad de Buenos Aires. Pero la cuestión no es sólo semántica. El interior, homologado discursivamente al “campo”, dista mucho de ser una sola cosa; antes bien, constituye una sumatoria de realidades regionales muy diferentes. Existe, no obstante, un factor unificador. Las economías regionales son subsistemas productivos fuertemente vinculados al mercado mundial. Este carácter predominantemente exportador, producto de las transformaciones experimentadas por la economía local desde mediados de los ’70, es el que explica buena parte del auge de la post convertibilidad (el resto es el crecimiento del mercado interno) y también los problemas actuales a partir de la crisis internacional, la que se transmite a las regiones vía caídas de precios.
Las semejanzas, sin embargo, terminan con la macroeconomía. Desde una perspectiva estructural muchos de los procesos experimentados por el agro local, como la sojización, tuvieron impactos muy diferenciados regionalmente. Las transformaciones fueron especialmente fuertes donde se reemplazaron cultivos intensivos por extensivos (ver el reportaje de tapa de este suplemento). El caso del avance sojero sobre antiguas áreas algodoneras en Chaco constituye un ejemplo dramático.
En “Subordinación productiva en las economías regionales de la pos-convertibilidad”, una investigación realizada por un equipo del Centro de Estudios Urbanos y Regionales (CEUR-Conicet) y coordinada por Alejandro Rofman, se analiza el devenir 2002-2007 de algunos circuitos productivos, entre ellos el algodonero. Por su carácter de bien transable, la producción de algodón se vio favorecida por la devaluación, pero a diferencia de otros productos regionales su rentabilidad no pudo competir “con otros cultivos sustitutivos en el uso de la tierra”. De acuerdo con un trabajo de 2004 del actual gobernador chaqueño, Jorge Capitanich, desde los últimos años de la década del ’90 “el área sembrada (con algodón) en la provincia del Chaco, principal productora del país, rondaba antes de la crisis (de 2001-2002) en 1.000.000 de hectáreas y se redujo en pocos años a 160.000 hectáreas. Quiere decir que se perdió el 84 por ciento del área sembrada en dicha provincia”. Para el mismo año del trabajo de Capitanich, una investigación de la experimental del INTA de Reconquista (Santa Fe) calculaba que el costo para la producción de una hectárea de algodón en Chaco era de 227 dólares contra 112 de la de soja. Por el lado de los ingresos el precio del algodón en bruto, iniciada la siembra de la campaña 2004/2005, rondaba los 700 pesos por tonelada. Frente a los costos de producción conseguir una rentabilidad positiva demandaba una productividad por hectárea de al menos 1,5 tonelada, “nivel raramente alcanzado en campañas anteriores y casi imposible de obtener en los predios de los pequeños productores”. El resultado fue que “los medianos y grandes productores algodoneros de la provincia del Chaco que pudieron reconvertirse tecnológicamente en los noventa aseguraron sus ganancias volcándose hacia las oleaginosas que, además y a diferencia del algodón, requieren de escasa mano de obra y no generan demasiada incertidumbre en cuanto a su rendimiento final”, se precisa en el documento del CEUR.
Pero si resultó tan favorable plantar soja, ¿quiénes siguieron con el algodón? Según la investigación fueron aquellos que no pudieron afrontar los procesos de tecnificación y mecanización necesarios pero que, por razones culturales y de endeudamiento, no se adecuaron a un cambio o diversificación de su producción, o no tuvieron opciones para hacerlo. En general se trata de pequeños productores minifundistas que no tienen otra alternativa posible de inserción laboral y que producen a escala reducida, en forma manual, sin equipamiento, sin acceso a financiación y comercializando lo producido sin opciones a obtener un precio competitivo. En 2006 sus ingresos no solían superar los 400 pesos mensuales. El trabajo del CEUR concluye que “las nuevas generaciones sin capitalización previa y sin acceso a la tierra por el proceso de concentración quedan relegadas del circuito y optan por trasladarse hacia espacios urbanos”. Los cambios en la política agropecuaria reclamados por las corporaciones sectoriales no resuelven estos detalles, los agravan.
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