Domingo, 22 de marzo de 2009 | Hoy
EL BAUL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
Los hombres son recordados por las buenas –o malas– acciones de su vida. No ocurrió así en el caso del heredero del trono austrohúngaro, archiduque Francisco Fernando, cuyo asesinato por Gavrilo Princip, el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, puso en marcha una de las conflagraciones más terribles de la humanidad: la Primera Guerra Mundial (1914-18) o Gran Guerra, con su saldo de diez millones de muertos, veintiún millones de heridos y más de siete millones de desaparecidos. En cuanto a las pérdidas materiales, ellas fueron “más o menos” evaluadas por las potencias victoriosas, y sobre la base de esas cifras cada país hizo su propia estimación de la cifra con que el “culpable” de la guerra debía indemnizarlo. Todos llegaron a estimaciones que excedían ampliamente lo que Alemania estaba en posibilidades de pagar. John Maynard Keynes integraba la delegación británica a la conferencia de paz celebrada en Versalles. Fue el único –cuándo no– que produjo (en su libro The Economic Consequences of the Peace, 1920) la estimación de las reparaciones alemanas más próxima a la que efectivamente se produjo. Entre las consecuencias se cuenta la Segunda Guerra Mundial (septiembre de 1939–agosto del 45), con su saldo final de 35 a 60 millones de muertos. En el mismo mes de septiembre, pero en la Argentina de 1966, las fuerzas armadas con gases echaron de la Casa Rosada a uno de los presidentes constitucionales más dignos y productivos que tuvo la República, el doctor (en medicina) Arturo Umberto Illia. Yo presencié la escena humillante, encaramado a una de las columnas del costado norte de la Casa de Gobierno. Aquel mandón, que purgaba sus culpas limpiando los retretes domésticos en Semana Santa, a poco de asumir mostró la hilacha, haciendo moler a palos a toda una generación de Ciencias Exactas, destruyendo el plantel docente de Matemáticas. Esta invasión causó el éxodo de brillantes mentes de la Universidad, que constituyeron la Junta Interfacultades de Profesores Renunciantes, que casi un año después expresó: “Hace casi un año que las universidades nacionales fueron intervenidas, invocando el pretexto de un aparente desorden que les habría impedido realizar sus fines. Durante ese lapso, el actual gobierno no dio a conocer ningún proyecto coherente acerca del tipo de universidad que pretendió estructurar: sólo se supo de sanciones y otras formas de represión violenta contra profesores y estudiantes en razón de sus ideas”.
Scalabrini Ortiz (1898-1959) en la revista Qué usaba el lema “Aquí se aprende a defender a la Patria”, comúnmente asociado con la instrucción militar. De tal instrucción puede decirse mucho, a partir de testimonios de los conscriptos y de sus familiares. Por décadas circuló la leyenda de que el servicio militar completa la formación de los jóvenes como hombres, o bien que los jóvenes carentes de educación básica (incluso analfabetos) o del conocimiento más elemental del aseo y la sociabilidad, podrán completar sus carencias en las instituciones castrenses. Como suele ocurrir, en el argumento se disfrazan las premisas y las conclusiones. Ni los organismos militares tienen por misión completar la formación básica que la sociedad les ha negado a determinadas personas, ni esas personas son la materia prima adecuada para producir adecuados defensores de la Patria. La guerra moderna requiere personal formado en institutos de máximo nivel. Esos “colimbas”, que apenas pueden leer el diario, jamás, corriendo, limpiando o barriendo, llegarán a poder trabajar con una computadora. Con ello, podrán desempeñarse en una guerra de trincheras, como la Primera Guerra Mundial, peleando contra Carlitos Chaplin o Laurel y Hardy, pero para ello ya pasaron los tiempos. El material humano que la colimba supone mejorar hasta producir un buen soldado es, como decía Smith, “una criatura humana todo lo estúpida e ignorante que puede serlo. Su letargo mental le hace no solamente incapaz de disfrutar o de participar en cualquier conversación racional, sino de concebir ninguna clase de sentimientos generosos, nobles o tiernos, y, por consiguiente, de formar juicio exacto en relación con los más corrientes problemas de la vida particular. Es totalmente incapaz de tener criterio acerca de los intereses grandes y extensos de su país, y es también, igualmente, incapaz de defenderlo en una guerra, a menos que se hayan tomado trabajosas medidas para remediarlo. La uniformidad de su vida estacionaria corrompe naturalmente su energía mental, su espíritu de decisión, y hace que mire con repugnancia la vida irregular, insegura y aventurera del soldado... Ese es el estado en que dentro de toda sociedad civilizada y adelantada caen los trabajadores pobres, es decir, la gran mayoría de la población, de una manera fatal, a menos que el gobierno adopte medidas para evitarlo”.
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