ENFOQUE
› Por Guillermo Wierzba *
En la búsqueda de causalidades respecto de la crisis suelen contraponerse razones que reparan en el carácter sistémico de la misma y otras que apuntan a insuficiencias regulatorias. Sin embargo, estas últimas limitaciones no responden sólo, ni principalmente, a cuestiones de eficacia de los diseños regulatorios nacionales o globales. Hay otros dos planos mucho más sustantivos que las explican y que a su vez se imbrican entre sí: la maximización de los beneficios del capital financiero y el dispositivo ideológico-teórico que actúa como soporte de toda forma regulatoria.
El régimen de regulación financiera microprudencial, vigente al momento del estallido de la crisis y el colapso de los sistemas bancarios de muchos países –centrales y periféricos–, fue uno de los pilares constitutivos del orden neoliberal. ¿Cuál es la clave de esa estructura normativa? La desregulación de los mercados financieros y el intento por sustituirla mediante la sujeción de los bancos y otros agentes financieros al cumplimiento de determinados indicadores de solvencia. En rigor, este dispositivo surge como necesidad de ejercer algún control sobre las actividades financieras, luego de los primeros descalabros ocurridos debido al desmonte de las llamadas regulaciones financieras macroprudenciales, cuya lógica predominó en los sistemas financieros nacionales anteriores a la “globalización” y descansaba en normativas que implicaban la intervención pública en los mercados.
Mientras esta normativa macro de la primera época disponía acerca de las reservas de liquidez, regulaba las tasas de interés, establecía un techo fijo al apalancamiento de los bancos (relación entre el volumen de créditos y/o depósitos y el patrimonio de las entidades), operaba sobre la asignación sectorial y regional del crédito y actuaba con regulaciones estrictas sobre el flujo internacional de capitales, la que la sucedió (micro) se limitó a la exigencia de constitución de capitales, de acuerdo con estimaciones del riesgo de los créditos de las entidades.
La desregulación de los mercados y la liberalización de los flujos de capitales facilitaron el despliegue de la valorización financiera de estos últimos. Para ello se desestructuró por completo el dispositivo que limitaba esta posibilidad en el período precedente. Así se permitió el flujo de un país a otro, provocándose un febril arbitraje. Los capitales trataron entonces de enclavarse donde las tasas sí eran más altas y el apalancamiento mayor. El aumento del riesgo financiero fue un factor “constitutivo” de la lógica de las finanzas liberalizadas que, con una dinámica muy especulativa y reguladas “procíclicamente” (incentivando auges y recesiones), resultaron funcionales al patrón de acumulación rentístico de la nueva etapa. La ceguera del enfoque regulatorio no provino de una torpeza técnico-burocrática sino de intereses específicos que se beneficiaron con ella y que constituyeron un sujeto central del funcionamiento de esta fase del capitalismo, hoy en crisis.
Los estragos a los que contribuyó el régimen (des)regulatorio de la globalización financiera no se limitaron a su tendencia de ser “procíclicos” ni a su impotencia para menguar el nivel de la crisis. Previamente, durante el despliegue y el cenit de las liberalizaciones este régimen provocó un racionamiento del crédito a las pymes, la disminución sustantiva del crédito para el desarrollo, el sesgo cortoplacista de los préstamos y la desespecialización de las entidades financieras. A su vez, constituido en un todo junto con la liberalización del movimiento internacional de capitales, contribuyó a la conformación de una estructura financiera global desequilibrada con un flujo permanente de recursos desde la periferia hacia el centro, pues los países subdesarrollados han venido financiando con sus superávit externos los déficits estadounidenses. Así se ha cristalizado una distribución del ingreso internacional regresiva y el consumo del país más rico se ha financiado con el ahorro de las naciones menos desarrolladas.
El dispositivo teórico-ideológico se sustentó en el paradigma neoclásico. El eje central fue la apología del mercado como óptimo asignador de recursos. Pero su versión de época, la “anti-represión financiera”, se constituyó en un discurso radical contra toda intervención estatal en los mercados financieros. Así, en el terreno de las ideas se desplegó una apologética que servía al incremento de las rentas financieras así como a la lógica del modelo que ha entrado en crisis.
El sistema económico mundial, hoy colapsado, constituyó como un todo único a su modo capitalista con el patrón de valorización financiera, un determinado régimen de (des)regulación bancaria y un sistema de ideas apologético pro-mercado. La crisis que atraviesa es la culminación de una etapa de crisis nacionales y regionales de dimensión, secuencia y características tales que revelan una acentuada tendencia a las fluctuaciones y el fracaso del paradigma mercantil autorregulatorio.
Resulta un interrogante crucial si el actual régimen de “globalización y valorización financiera” podrá recomponerse y salir de la crisis. Las acciones centradas en el salvataje de bancos y los discursos de líderes de los países centrales, invocando la necesidad de preservar “la libertad de los mercados financieros”, se enderezan a ese difícil (¿inalcanzable?) objetivo, buscando acuerdos globales acerca de correcciones regulatorias que no alteren el paradigma.
Sin embargo, una salida de la crisis que conjugue un nuevo equilibrio global con una redistribución de ingresos (a nivel interno de las naciones y global), requiere de un cambio que sitúe a los Estados como agentes clave en la determinación de cuestiones tales como los movimientos internacionales de capitales, la promoción del crédito para el desarrollo, la tasa de interés, el financiamiento de la inversión y la especialización de las entidades financieras, entre otros. Ese cambio en la distribución del ingreso (a nivel interno de las naciones) afectaría intereses económicos de sectores concentrados y, a su vez, la redistribución global implicaría el mismo efecto entre países. Cambiar el paradigma regulatorio en su sustantividad requiere avanzar en la desarticulación del actual régimen de valorización, centrado en lo financiero. La decisión desborda, como se ve, lo técnico-burocrático. Implicaría afectar poderosos intereses y provocaría resistencias a la transformación. Pero los países “periféricos” necesitan con urgencia que la tarea sea abordada, una salida con “más de lo mismo” descargaría en ellos, una vez más, los pesados costos de una crisis originada, allá lejos, en el corazón del sistema.
* Director del Cefid-AR.
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