Dom 10.01.2010
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La amenaza...

› Por Claudio Scaletta

En 2009 el freno al crecimiento por sequías y cambios en el frente externo más la especulación devaluatoria restringieron la puja distributiva y, en consecuencia, pusieron algún límite a una de sus principales manifestaciones: la inflación.

Como se sabe, un problema de partida para abordar la cuestión inflacionaria es “el número”. A la credibilidad que todavía les resta remontar a las estadísticas oficiales, se suma la falta de significación de las muestras con que trabajan muchas consultoras. El fenómeno inflacionario existe. Es importante. Pero la tasa verdadera nadie la tiene. Una solución de compromiso para comenzar a hablar es establecer un “rango inflacionario”, con cota inferior en el IPC del Indec y superior en el promedio de medición de las consultoras menos exaltadas. Sobre esta base puede decirse que la inflación de 2009 fue entre 8 y 15 por ciento. Se trata de un rango demasiado amplio. Tomando el piso oficial en torno de un 8 por ciento, la inflación local fue más alta que la de los países vecinos: 6,4 en Uruguay, 4,2 en Brasil y -2,3 en Chile. Pero esos números no pueden considerarse aislados porque en los países vecinos revaluaron sus monedas frente al dólar, mientras que en Argentina se mantuvo la competitividad cambiaria.

Las expectativas de 2010, en tanto, van desde el inverosímil 6 por ciento del Presupuesto nacional al 20 por ciento según las consultoras. Los números, entonces, sólo permiten una afirmación difusa: este año la inflación será igual o mayor que la del año pasado, pero no más baja.

Crecimiento y profecías

La causa preliminar del aumento de la inflación esperada es el crecimiento. Tras la primera caída del Producto (2009) luego de seis años ininterrumpidos de crecimiento a una tasa anual promedio del 7,8 por ciento (2003-2008), el consenso de los analistas de todo pelaje es que en 2010 se retomará la expansión a una tasa probable de 5 puntos del PIB, con un piso en torno del 4 por ciento. Aunque no sea una regla de hierro, el mayor crecimiento está correlacionado con niveles más altos de inflación. Este aumento del Producto se dará por razones climáticas, pues tras la sequía de 2009 se espera una muy buena cosecha que, dada la estructura productiva local, derramará en la agroindustria y, luego, porque en la industria existe capacidad instalada ociosa sin “cuellos de botella”, aun en el sector energético. A ello se suma la mejora en el contexto internacional y la voluntad gubernamental de sostener la demanda agregada.

Un segundo punto a considerar es que privados del particular encanto de augurar apocalipsis que no llegan, los consultores de la city, acompañados nuevamente, como en los ‘90, por el megáfono de la cadena nacional de medios privados, cargarán todas las tintas sobre el aumento general de precios. Pero, a diferencia de la fracasada predicción de default, nuevos corralitos y dólar a más de 4 pesos a diciembre pasado, un escenario de alta inflación puede ser, por su propia naturaleza, un típico caso de profecía autocumplida que reclama a los hacedores de política adelantarse a los hechos.

Diagnósticos

Como cualquier problema económico, el debate por la inflación, que es el generalizado aumento de precios medido por su Nivel General, está cruzado por la ideología. Existen diferentes lecturas y cada diagnóstico viene acompañado por el correspondiente “paquete” de soluciones, verdaderas o presuntas. Tratándose la inflación de uno de los “grandes temas” de la economía, estas soluciones afectan al conjunto de la actividad económica. Por ello resulta necesario recorrer las lecturas más tradicionales.

Ortodoxia: el ajuste

La explicación monetarista se limita a decir que cualquier aumento en la cantidad de dinero se traduce en aumento de los precios. Pero no se trata de cualquier aumento, sino del incremento “desmedido”. Bajo esta concepción el Estado debe controlar la emisión y regular al sistema bancario (ya que el dinero no es sólo circulante M1). Se supone que los gobiernos emiten para sostener el gasto cuando éste es superior a sus ingresos a fin de cubrir el déficit (“monetizarlo”). O bien relajan el crédito para sostener la demanda. La receta antiinflacionaria que se sigue es recortar el gasto, controlar la emisión y enfriar la demanda con mayores tasas de interés. No importa que estas combinaciones de políticas hayan causado estragos en el pasado, los economistas de siempre continúan recomendándolas. El concepto de bancas centrales autónomas, cancerberos estrictos del valor de la moneda es una consecuencia de esta visión que persigue la limitación por el lado monetario de los grados de libertad de la política económica.

Pero la ortodoxia no tiene sólo explicaciones monetarias, también están las “reales”. Son las que sostienen que la inflación surge del “recalentamiento de la demanda” de bienes y servicios. Manteniéndose en el mundo estático de los equilibrios contables, podría ocurrir que los incrementos en el gasto, el consumo, la inversión y las exportaciones (demanda) no sean equivalentes al incremento de la producción (oferta). En principio se presupone el pleno empleo de los “factores”, es decir que la oferta no crece cuando aumenta la demanda y por lo tanto el equilibrio sólo se alcanza con mayores precios. Esta sería la teoría que está por detrás de los “cuellos de botella”. Pero también podría ocurrir que haya capacidad ociosa y la demanda crezca demasiado rápido. La receta es otra vez la misma: enfriar la demanda vía reducción del gasto (menos frecuente es escuchar “subir impuestos”), y elevar la tasa de interés para contraer el crédito.

Como no hay dos sin tres existe una tercera interpretación ortodoxa, que es el aumento de costos, en particular de ese componente que se encuentra en todas las actividades: el salarial. El enemigo a combatir es “la voracidad” sindical que no encuentra límites ni en la unidad empresaria ni en el accionar del Gobierno. Como los empresarios se ven obligados a subir los salarios, aumentan sus costos y no queda otra alternativa que trasladarlos a precios. A su vez, los mayores salarios, como si fuera poco, aportan al recalentamiento de la demanda, que finalmente es la única manera de que se convaliden los mayores precios. Al mismo tiempo, mayores precios demandan más cantidad de dinero. Todo mal. ¿Cómo se combate? Con las mismas restricciones que en las dos vías anteriores: el ajuste, con la contención del gasto, de los salarios, de la emisión y del crédito. Por el absurdo podría decirse que lo ideal para la ortodoxia sería no crecer o, en todo caso, hacerlo muy despacio.

Mirando otro canal

Ahora bien, cabe preguntarse si las acechanzas que la ortodoxia describe como causantes de la inflación están presentes en la economía local de principios de 2010. Sin ir muy atrás en el tiempo, parece claro que tras el freno a la economía de 2008 y las políticas contracíclicas se redujo el superávit fiscal. El superávit es menor, pero el déficit que reclama ser “monetizado” no existe. Si se repasa el avance del Programa Monetario del BCRA no existen tampoco un aumento del stock de dinero por encima de la evolución del PIB ni deslices de las metas trazadas. Por el lado de la banca privada no hay un sistema financiero que se caracterice precisamente por su aporte crediticio a la inversión y al consumo hasta el punto de recalentar los agregados monetarios y la demanda. Y mucho menos hay cuellos de botella y pleno empleo de factores. Además, un punto que hasta ahora no había sido introducido, el tipo de cambio sigue funcionando como “ancla”. Por el lado de los salarios, en tanto, son muy pocos los sectores que lograron compensar con mayores ingresos las subas de precios. Si esto había comenzado a ocurrir a partir de 2006, se detuvo a partir de 2008. Lo que siempre sigue presente es la puja distributiva.

Un poco de historia

A partir de la recuperación del poder adquisitivo de los salarios anterior a la devaluación, que recién se produjo en 2006, comenzó una suerte de administración de precios y demandas salariales. La línea rectora fue el acuerdo Gobierno-gremios para establecer un porcentaje fijo de alza salarial que luego se llevaría a paritarias. Hasta entonces, por la debilidad negociadora de los trabajadores, sólo existieron aumentos de suma fija por decreto. Para 2006 se estableció una referencia del 19,0 por ciento y la inflación terminó en el 10. En 2007 la pauta fue del 16,5, pero comenzó la aceleración de la suba global de las commodities, lo que en un contexto interno de demanda creciente desembocó en controles de precios más activos y, finalmente, en la intervención del Indec. Durante 2008 la incertidumbre generada por el conflicto político con el bloque agromediático, junto con el desabastecimiento provocado por los cortes de ruta corporativos, se sumaron al clímax de la burbuja global de las commodities para que se alcancen tasas de inflación record para la post–convertibilidad. Sobre fin de año, la inflación se moderó en paralelo con la llegada de los primeros efectos de la crisis global y el derrumbe de las commodities. El rango inflacionario de 2008 fue finalmente de entre 7,2 y el 20,0 por ciento. Claro que el 7,2 del Indec fue el menos creíble de su historia. En 2009 no quedó nada de la administración de acuerdos de precios y salarios. Si los de precios desaparecieron en 2008, los de salarios lo hicieron en 2009, cuando no fue posible fijar una pauta común. De todas maneras, en el año que pasó los reclamos se moderaron por la caída de la actividad y el freno en el empleo. Este es el punto de partida para 2010, pero con la particular diferencia de que se espera el citado escenario de crecimiento. Diciembre, aunque no es un mes tradicional por aguinaldos y fiestas, ya mostró que la recuperación del crecimiento vino con aceleración de la inflación.

Políticas de precios

Los elementos comunes que convergen en la explicación de la inflación local parecen ser dos: precios de las commodities y crecimiento. El escenario: la puja distributiva. La evolución del tipo de cambio, en tanto, frena o empuja. A ello se suma un tercer elemento. Si bien con el actual nivel de tipo de cambio los precios de los transables, mediados por las retenciones primarias, parecen estar en equilibrio respecto de los valores internacionales, no sucedería lo mismo con los no transables, que representan el 40 por ciento del IPC, y donde sigue operando una estructura de subsidios que se intenta desmontar gradualmente. La puja distributiva, entonces, muestra a un sector exportador que pretende apropiarse de todos los beneficios del esquema cambiario y a un sector de servicios que espera retornar a precios que le aseguren la rentabilidad en dólares que obtenía durante la convertibilidad. Los trabajadores, en cambio, sólo parecen esperar que la inflación no erosione sus ingresos. En este marco la receta en un marco de crecimiento no parece pasar por el ajuste tradicional, sino por mantener la estabilidad macroeconómica y avanzar con el poder del Estado en políticas de precios consistentes que, adicionalmente, permitan mejoras reales de los ingresos

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