Dom 08.08.2010
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› Por Ricardo Aronskind *

Las corporaciones agropecuarias han vuelto en las últimas semanas a impulsar una reducción o eliminación de las retenciones por la vía parlamentaria y cuentan con el apoyo de importantes sectores políticos a estas demandas sectoriales. Este nuevo embate debe interpretarse en el contexto discursivo de un sector social que no puede ocultar su malhumor por el rumbo político –autónomo– que ha tomado el Estado nacional ante sus pretensiones. La expresión que aglutina el malestar de éstas y otras fracciones empresarias es la “falta de un clima de negocios”, del que se carecería por culpa del –mal– comportamiento de este gobierno.

Hay influyentes fracciones empresarias, implantadas en diversas áreas de la economía nacional, para las cuales nunca es el momento oportuno para invertir en el país. Siempre hay algún problema que les impide colocar sus fondos en actividades que produzcan riqueza. Nunca ha pasado suficiente tiempo para que tengan “confianza” y se decidan a invertir. Nunca son suficientes las garantías que exigen a pesar de que su rentabilidad sea muy alta. Se lamentan de vivir en “un país poco confiable” y, por lo tanto, orientan sistemáticamente sus importantes recursos hacia actividades que generen elevadas ganancias en muy corto plazo.

Pero es precisamente el cortoplacismo y la falta de inversión de fondo lo que va generando la volatilidad y la precariedad de la economía. Los 151.000 millones de dólares de argentinos en el exterior (a mediados de 2008) reflejan esa dialéctica entre la anemia económica y la “falta de confianza”. Vale simplemente acotar que con un tercio de esos recursos Argentina podría generar un salto extraordinario en sus capacidades productivas y en el nivel de vida de toda su población.

Se puede observar el comportamiento inversor de las cúpulas empresarias, rastreando su evolución a través de diversos gobiernos en los últimos cincuenta años. Los sectores que aducen la falta de “clima de negocios” fueron hostiles a Frondizi y estuvieron felices de frenar su política proinversiones industriales colocando a Alvaro Alsogaray como ministro de Economía. Tampoco encontraron en el gobierno de la Revolución Argentina un clima de negocios suficiente, por lo cual el grueso del impulso inversor debió provenir del Estado. Ni qué hablar que con el peronismo 1973-76 no encontraron ningún clima de negocios y la inversión privada se desplomó. En su querido Proceso de Reorganización Nacional sí encontraron clima de negocios y la economía nacional se transformó en un casino especulativo entre la tasa de interés, la tasa de inflación y la tasa de devaluación de la moneda, desembocando en la quiebra del sistema financiero, el hiperendeudamiento empresario y la gigantesca deuda externa. El alfonsinismo intentó crear un ambiente económico previsible para la inversión con el Plan Austral, pero estos sectores encontraron rápidamente que el mejor negocio posible era prestarle al Estado a tasas siderales, y no invertir productivamente.

El menemismo representó, en las últimas décadas, el punto más alto del “clima de negocios” reclamado por estos sectores. La inversión en privatizaciones ruinosas para el Estado, en servicios públicos monopólicos, en la importación de bienes que desplazaban a la producción nacional o el crédito al consumo de bienes importados a tasas usurarias fue parte de los brillantes negocios noventistas. Ese “clímax” de negocios condujo a la debacle productiva y social más importante de la historia argentina.

En ese momento de destrucción nacional, la elite vendió buena parte de sus grandes empresas, mientras aplaudía y celebraba las bondades del “modelo” y el excelente clima de negocios creado por el gobierno. Al tiempo que quebraban cientos de miles de pequeños productores agropecuarios, las principales corporaciones del sector felicitaban al gobierno y le decían “misión cumplida”. La extranjerización del país, su falta absoluta de rumbo, la explosión de pobreza y desamparo fueron la culminación de este “excelente clima de negocios” de los sectores que critican hoy, severamente, la falta de ese clima de negocios. Con más precisión aún: ellos dictaron los lineamientos económicos de los gobiernos del menemismo y la Alianza. Fueron doce años en los que se sintieron felices, sin acechanzas, con “libertad”. Esos gobiernos, sus gobiernos, llevaron a una hecatombe sin precedentes que puso en duda la viabilidad de la Argentina como proyecto autónomo.

La queja

De acuerdo con numerosos textos y artículos en los que se expresa la queja empresaria con respecto a la ausencia de un clima de negocios, se puede reconstruir un conjunto de condiciones para que estos sectores perciban un clima friendly hacia ellos:

- Subordinación política e ideológica del gobierno –y en lo posible de todo el sistema político– a las demandas corporativas. En la jerga del sector: pragmatismo.

- Disposición a arrasar con estructuras, instituciones o leyes que limiten o moderen la obtención de ganancias extraordinarias. Eso lo llaman audacia o trasgresión.

- Conservadurismo en la distribución del poder y la riqueza, que traducen por racionalidad.

- Sumisión política e intelectual a Estados Unidos, la Unión Europea y los organismos financieros internacionales; dependencia voluntaria y manifiesta, a lo que llaman realismo.

- Aceptación de la impotencia estatal, asumiendo una visión conservadora-resignada de la realidad; rechazo a toda forma de regulación, para no “hostilizar” a los mercados; incapacidad recaudatoria del Estado incluida. Esto lo definen como madurez.

- Vía libre a cualquier tipo de negocios, en los que sí se acepta la colaboración amplia del Estado y la corrupción no es más que una simpática picardía que “facilita” negocios; consagración del rentismo y el cortoplacismo. Esta categoría para ellos es flexibilidad.

- Precarización de los derechos laborales y sociales, y de la legislación de protección medioambiental; debilitamiento de la determinación judicial para aplicar la ley frente a las transgresiones empresarias a la legislación vigente. Esa política la consideran modernidad.

Es notable observar cómo estos rasgos están presentes en los países periféricos más elogiados por el establishment internacional. La expresión “clima de negocios” refleja también los requerimientos globales del capital multinacional: está claro que se ha ido constituyendo un sistema de chantaje universal donde los países son puestos a competir unos contra otros para recibir las inversiones de las firmas multinacionales, lo que termina derivando en insólitas concesiones para acceder a alguna inversión externa. El resultado de este mecanismo son increíbles beneficios para el capital transnacional y el escaso impacto para las economías mendicantes que acuden a esos expedientes para “estar en el mundo”.

Las multinacionales han creado un verdadero mecanismo de subasta de la inversión que pone a los Estados en pésimas condiciones para regular a las firmas extranjeras y lograr que éstas tengan efectos sociales positivos. Los innumerables elogios que reciben gobernantes periféricos como Salinas de Gortari (México), Menem (Argentina), Cardoso (Brasil) o Felipe González (España) están en proporción con su subordinación a los proyectos empresariales locales y multinacionales. Es esa subordinación la que garantiza la lluvia de halagos de la gran prensa internacional, los comentarios (sin fundamentos) de los premios Nobel de Economía, y el trato amistoso de los organismos financieros internacionales.

“Clima de negocios” es, para ciertos núcleos de capital concentrado, un eufemismo de gobierno de derecha. Lo que ya se probó, en Argentina, es que esos gobiernos son equivalentes a negocios a costa de la producción, el empleo y la soberanía nacional. Es sinónimo de festival del parasitismo, de la plata fácil y de la irresponsabilidad pública más extrema.

Oportunidades

Volvamos al tema de las retenciones.

¿Para qué quieren las cúpulas agropecuarias los miles de millones de dólares de los cuales se privaría al Estado si se reducen o eliminan los derechos de exportación? ¿Para invertir en biotecnología y en el desarrollo de nuevos productos y técnicas de punta? ¿Para promover producciones alternativas, que diversifiquen y enriquezcan la oferta nacional? ¿Para avanzar en la industrialización de productos, creando nuevos eslabones en la cadena de valor? ¿Para establecer prácticas productivas que protejan la salud del suelo y de sus habitantes? ¿Para resolver la tensión entre contar con abundante oferta exportable y abastecer mejor al mercado interno, garantizando la seguridad alimentaria de los argentinos?

Conviene, para contestar estas preguntas, saber en qué se ha estado utilizando la renta agropecuaria desde que los precios internacionales se volvieron francamente favorables a comienzos de la década de 2000. Por supuesto que una fracción de estos enormes recursos se utilizó en la inversión productiva: se volcó en las maquinarias e insumos necesarios para potenciar la producción de soja (el negocio estrella del momento). Pero una parte no desdeñable de la renta se viene gastando en consumo suntuario de bienes importados (emblemáticamente las camionetas cuatro por cuatro), viajes al exterior, construcción de viviendas de alta gama en numerosas localidades del país y, finalmente, una parte importante de la renta, desde 2008, se ha destinado a comprar dólares, guardándolos o colocándolos en el exterior.

No cabe duda que una porción significativa de los más de 45.000 millones que se fugaron del circuito productivo desde 2008 proviene del sector que llora miseria reclamando que le reduzcan las retenciones. El notable incremento de los depósitos argentinos en Uruguay es un lamentable testimonio del desvío de recursos que deberían utilizarse para la producción en nuestro país.

Es claro que aquí se está tocando uno de los problemas económicos fundamentales de la Argentina, y una de las claves del subdesarrollo: el sector productivo que goza de una coyuntura internacional de precios brillante –lo que le ha permitido percibir impresionantes ingresos durante más de un quinquenio– no está haciendo un uso socialmente productivo de buena parte de esa gigantesca renta. De alguna forma, este sector se repite a sí mismo: a comienzos del siglo XX el país se encontró con una formidable masa de riqueza, producto de la feliz combinación de las necesidades europeas y de la dotación de recursos naturales de la Pampa Húmeda, y en vez de aplicarla a crear las condiciones para pasar a un estadío superior de desarrollo, la despilfarró debido a la concentración del ingreso y de la propiedad, y a la obstinación por continuar produciendo dependientemente lo que los países centrales.

Hoy Argentina cuenta con una coyuntura favorable en los mercados externos, que debería ser utilizada como palanca para avanzar en otras direcciones, no para profundizar en las actuales, que presentan evidentes limitaciones. Sin embargo, este riesgo de desperdiciar una oportunidad de progreso nacional ocurre no porque no existan numerosas opciones de inversión con notable impacto económico y social, como los interrogantes antes mencionados. Se observan las limitaciones sociales, culturales e intelectuales de un sector atravesado por el rentismo, el cortoplacismo y una desconfianza y ajenidad en relación con vastos sectores de la sociedad argentina.

Si esto es así, si una parte mayor de la renta del sector se filtra hacia cualquier tipo de actividades que no promueven el desarrollo, la pregunta económica clave es en dónde es más productivo –para el país– aplicar los recursos en disputa. Si la opción privada es la fuga de capitales, es claro que es mejor que el Estado cuente con ese dinero para aplicarlo a la realización de infraestructura necesaria, de viviendas populares o al incremento del consumo de los sectores más desamparados. Llevando la opción al terreno de la producción agropecuaria en sí, debería quedar claro para quienes quieran tomar decisiones impositivas sensatas, que un peso en manos del INTA –Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, el organismo público que ha sido el verdadero motor del progreso técnico rural– es muchísimo más productivo y contribuye mucho más a un futuro próspero para los argentinos, que un peso en manos de la cúpula del sector agropecuario.

La embestida contra las retenciones es una estrategia para apropiarse de una fracción mayor de renta, no produciendo, sino utilizando otros “activos” de los que dispone en abundancia: fracciones políticas subordinadas, una excelente articulación de negocios y convicciones con los principales medios de comunicación, y la invalorable desorientación de ciertas capas medias en relación con cuáles son sus propios intereses.

Políticas públicas

El agro argentino, complejo y diverso, requiere políticas sofisticadas. Debe calificarse el perfil productivo, cuidar los recursos y generar crecientes oportunidades de trabajo. Todo lo contrario de lo que hoy ofrece el modelo sojero. Nada de esto está presente en esta discusión propuesta por la Mesa de Enlace y sus políticos satélites.

En todo caso, la demanda al Gobierno es que debe desplegar políticas públicas más potentes que las actuales.

Un verdadero entorno favorable a la producción debería consistir básicamente en un sólido respaldo estatal a la creación de riqueza, basado en: a) una conducción económica que no provoque estallidos devaluatorios, hiperinflaciones, hiperendeudamientos o degradación social, es decir que provea un horizonte de crecimiento previsible, y b) un apoyo activo y específico a los sectores que mejor respondan a una planificación agropecuaria diseñada desde el interés nacional.

Esos actores, genuinos portadores de progreso, están hoy ausentes del debate mediático. Los que acaparan la atención pública con sus demandas claman desde hace una década por un clima para sus negocios, que no han sido otra cosa que festines rentísticos a costa del futuro de la nación

* Economista UNGS-UBA.

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