LAS ONG COMPITEN EN LUGAR DE COOPERAR CON EL ESTADO
Muchas ONG que en los ’90 denunciaban la ausencia del Estado, ante su actual presencia creciente, lejos de encaminar sus acciones en sinergia con áreas estatales, entran en actitudes hostiles y competitivas.
› Por Silvia Lilian Ferro *
La recuperación democrática en el país propició un gran impulso a la participación en el espacio público, el cual no se encauzó exclusivamente a través de los partidos políticos, sindicatos, asociaciones profesionales, iglesias. Un sector importante de la población calificada con estudios superiores se volcó masivamente a canalizar sus vocaciones sociales a través de las organizaciones no gubernamentales.
Ya en la década de los ’90, cuando los indicadores socioeconómicos revelaban una caída dramática del bienestar de la población en sus múltiples aspectos económicos, ambientales, sociales y culturales, en simultáneo se vislumbró un generalizado descreimiento en la actividad política de tipo “tradicional”, fogoneado también por la prédica neoliberal antiestatista e individualista que rechaza todas las formas gregarias de participación en el espacio público.
En este sentido, en los escenarios rurales se vive un proceso organizativo/institucional que, si bien se había iniciado en los ’70, sería la década de los ’90 la que se caracterizó por una explosión del “oenegeísmo” en las áreas urbanas y rurales donde se manifestase la pobreza. Especialmente intenso fue en el medio rural de las regiones agroeconómicas no pampeanas.
Los numerosos programas internacionales de cooperación al de-sarrollo del tercer mundo impulsados por agencias estatales de países del Norte global, de organismos multilaterales, así como también de organizaciones religiosas, destinan ingentes fondos económicos para financiar la promoción al de-sarrollo de los sectores pobres de las estructuras agrarias de países del Sur global, especialmente en América latina.
El Estado mínimo consagrado en la época como deseable para nuestra región como consecuencia de lo acordado en el Consenso de Washington contrastaba con la realidad de los países del Norte global inmersos en una escalada de la intervención del Estado en todas sus áreas de actividad económica, incluyendo el proteccionismo de su producción agraria. Mientras tanto, en nuestras economías nacionales, la pobreza rural se incrementaba dramáticamente en paralelo a la destrucción de sistemas productivos alternativos a la producción exportable destinados preferentemente al mercado de consumo alimentario interno.
El tejido de ONG de nuestro país y de la región denunciaba, y con razón, la desaparición del Estado que se autoexcluyó de su rol de equilibrar el desarrollo, dejando de esa forma a sectores subalternos como campesinado y pueblos originarios librados a su suerte contra las fuerzas del mercado. Los esfuerzos por sostener microemprendimientos, comercialización de alimentos, producciones alternativas e infraestructura de servicios básicos tanto para la producción en pequeña escala como para el hábitat humano en áreas rurales, por ejemplo el agua, fueron financiados por fuentes monetarias internacionales ya mencionadas aquí. A consecuencia de ello, el tejido del “oenegeísmo” en la Argentina obtuvo gran influencia política, moral y cultural sobre el sector englobado en el concepto “pobreza rural”. Se convirtió también en el representante exclusivo de sus demandas, en el canal indiscutible de las ayudas financieras de distintas fuentes y en el semillero de cuadros técnicos y científicos con pertinencia en las variadas temáticas del sector, los que en algunos casos condescendían en brindar sus servicios a las agencias estatales.
En los últimos años, el Estado nacional comienza a recuperar su legítimo y esperado protagonismo en la promoción del desarrollo rural, intentando equilibrar las condiciones de existencia, de integración y de rentabilidad de los diferentes estratos socioagrarios de la estructura agroproductiva nacional.
Este proceso se intensifica muy especialmente a partir de la creación a mediados de 2008 de áreas estatales nacionales de desarrollo rural y agricultura familiar, posteriormente jerarquizadas junto con las políticas agropecuarias tradicionales con la creación de una cartera ministerial para el sector. A través de sus delegaciones provinciales, se incrementó progresivamente su presencia hasta la fecha en las áreas rurales a favor de los sectores subalternos, mejorando paulatinamente sus intervenciones en términos de financiamiento, cantidad y calidad.
Así, lo que las ONG promovían y promueven a través de sus programas con financiamiento internacional merecen para las mismas el calificativo de “promoción al desarrollo rural”. En cambio, si exactamente lo mismo se hace desde los recursos financieros y personal técnico del Estado, lo califican de “asistencialismo” y “clientelismo”.
Ante esto, muchas de las mismas ONG que en los ’90 denunciaban la ausencia del Estado en estos sectores, ante su actual presencia creciente, lejos de encaminar sus acciones en sinergia con las áreas estatales mencionadas, entran en francas actitudes hostiles y competitivas. Esto da a entender que la cuestión de fondo es “quién es el dueño” de la pobreza rural y cómo los actores institucionales no estatales se erigen en voceros y únicos salvadores, a tal punto que muchas ONG en el presente se enrolan directamente en la más activa y militante oposición al proyecto político que hoy lleva adelante el Estado nacional, y obstaculizan todo lo que pueden y hasta donde pueden sus legítimos instrumentos de intervención
* Especialista en desarrollo rural.
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