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Domingo, 20 de noviembre de 2011

El dólar como enfermedad

 Por Ricardo Aronskind *

En el dólar se han concentrado un conjunto de problemas que tiene la sociedad argentina, y de los cuales aún no se ha curado. No son sólo problemas económicos. Hablan sobre la sociedad y su cultura. ¿Dónde se fue gestando la enfermedad del dólar? Probablemente en las políticas que impidieron que la industria argentina se desarrollara competitivamente, lo que hubiera asegurado una provisión suficiente de dólares al país para que no se presentaran cada tanto estrangulamientos en el balance comercial.

Seguramente, en las políticas que no ofrecieron buenas alternativas de ahorro e inversión en la moneda local, y que llevaron progresivamente a que quienes tuvieran excedentes en pesos buscaran los colocaran en alternativas diversas (tierras, construcciones, automóviles, oro, divisas). Y fundamentalmente en las políticas de endeudamiento externo que generaron una carencia aguda y sistemática de dólares, creando la tendencia permanente a las explosiones cambiarias sufridas en las últimas décadas.

Lo cierto es que a medida que la economía nacional se volvía más frágil y volátil en las décadas recientes, y lo único rentable era el cortoplacismo y la especulación, la inseguridad económica colectiva fue creciendo, y los peores experimentos económicos (la tablita, la apertura importadora indiscriminada, la convertibilidad) terminaron en otras tantas catástrofes económicas y sociales: las hiperinflaciones del ’89-’90, la crisis de 2001. En ese largo período de inestabilidad y decadencia económica iniciado por el Rodrigazo en 1975, el dólar se convirtió no sólo en un activo de fácil acceso capaz de preservar el poder adquisitivo, sino en algo sociológicamente más relevante: una reserva de seguridad, frente a un país que no daba garantías en cuanto al horizonte político y económico.

La desconfianza en la moneda nacional reflejaba el descrédito de los gobernantes y del Estado, e indirectamente implicaba una sospecha sobre la solvencia para funcionar de la propia sociedad en la que se vivía. Aunque no se lo pensara abiertamente, la solidez del Estado norteamericano proveedor de los dólares se imponía sobre la debilidad e incapacidad del Estado argentino de otorgar solidez a su propio signo monetario. La moneda nacional reflejaba la anomia que impregnaba las políticas públicas, fruto de su colonización por intereses particulares que no tenían ningún plan económico más que maximizar sus ganancias sectoriales.

El dólar fue así constituyéndose en un refugio disponible no sólo para preservar ahorros, sino para preservarse de las tropelías que se cometían con el manejo de los asuntos públicos. La contracara de la impotencia ciudadana para mejorar las cosas en forma colectiva fue la construcción del dólar como refugio individual. La persistencia de las amenazas económicas fue consolidando una reacción casi instintiva frente a las percepciones de peligro por parte de la población.

Sobre esa historia de crisis reales y de desprotección se fue construyendo la enfermedad de la adicción al dólar. Y sobre esa enfermedad adquirida en el pasado trabajan nuevamente sectores económicos y medios de comunicación, desempolvando los miedos y removiendo los recuerdos siniestros sobre catástrofes pasadas. El objetivo es renovar las “gloriosas jornadas” en las cuales la especulación obtiene rendimientos extraordinarios, mientras el país se hunde. En esta cruzada mediática, la realidad económica, la solidez fiscal y externa del país poco importan.

Los que apuestan a desgastar la actual política económica cuentan con una serie de factores culturales que juegan a favor de la “política del rumor”: la hipersensibilidad frente a las versiones –por más absurdas que sean–, la desconfianza desde siempre ante las explicaciones oficiales, la adicción al catastrofismo –que se tornó verosímil por el pasado accidentado– y hasta cierta añoranza por la economía del ajuste y la dependencia, donde “todo estaba en su lugar” y el dólar mandaba.

Es notable que se azuce a la gente a correr sobre el dólar para debilitar la única estrategia sensata que nos puede dar seguridad sin magia: apostar a la producción y evitar el endeudamiento. Se está utilizando el pasado, cristalizado en reacciones automáticas, para tratar de dañar el presente. Se estimula la enfermedad para obstruir el camino a la curación.

Sobre una especulación de corto plazo –se sabe que el Gobierno no es adicto al dólar barato– se trata de montar, mediante una campaña que trabaja sobre miedos y reacciones difundidas, un clima de inquietud social. Instrumentos técnicos para regular el sector externo y evitar salidas cambiarias explosivas existen de sobra, y el Gobierno los tiene. Pero sobre lo que se debe trabajar es sobre los comportamientos sociales, que pueden llegar a ser más dañinos que un retraso cambiario menor. La gente, actuando como manada, puede servir para atacar sus propios intereses: crear contextos de contracción económica innecesarios por tratar de salvarse individualmente de un fantasma que algunos manipulan conscientemente.

Si se cree que las batallas culturales son importantes, ésta es una de ellas. Sacar al dólar del lugar de la seguridad individual para restituir la confianza en el propio país, en los lazos sociales de solidaridad y en los proyectos de progreso colectivo es parte de las tareas para llegar alguna vez a ser un país parado sobre sus propios pies, definitivamente curado de los comportamientos autodestructivos que nos legó el pasado neoliberal

* Economista UNGS-UBA.

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Imagen: AFP
 
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