Dom 19.01.2003
cash

PLAN ASPIRINA

Por Fernando Krakowiak

Se lo presentó como la solución para aliviar el hambre de los más necesitados. El presidente Eduardo Duhalde lo definió el día de su lanzamiento como “la puesta en práctica de la inclusión social” y un informe del Ministerio de Trabajo de hace apenas tres meses llegó a pronosticar que el Plan Jefas y Jefes de Hogar “reduciría en 725 mil la cantidad de hogares indigentes y en 330 mil la cantidad de hogares pobres”. Sin embargo, las cifras divulgadas por el Indec a fines de diciembre arrojaron un nuevo aumento en los índices de pobreza e indigencia, asestándole un duro golpe al optimismo oficial. Es que los 150 lecops que se otorgan mensualmente a más de dos millones de desempleados con hijos en edad escolar fueron pulverizados por la inflación y actualmente equivalen al 38 por ciento del valor de la canasta básica de alimentos que fija la línea de indigencia de los hogares. El subsidio alcanza para comprar apenas un sachet de leche, un paquete de fideos de 500 gramos y medio kilo de pan por día.
En el Gobierno reconocen que la ayuda es insuficiente, pero el Presupuesto 2003 no contempla aumentos en el monto de los planes, pese a prever una inflación anual del 22 por ciento que seguirá erosionando el escaso poder adquisitivo del subsidio.
A nueve meses de haberse implementado, el plan sirvió para acortar la brecha entre los recursos que disponen los hogares más pobres y la línea de indigencia: el ingreso promedio se elevó de 145 a 218 pesos. Pero ese logro no sirvió de mucho porque la canasta alimentaria que garantiza los nutrientes indispensables para sobrevivir cuesta 408 pesos y llegado el caso da lo mismo morir sumergido a diez o a cien metros de profundidad.
En el Gobierno se defienden afirmando que el Plan Jefas y Jefes es el programa asistencialista que más recursos destinó a los desocupados desde que la falta de empleo comenzó a ser un problema a comienzos de los ‘90. Durante el gobierno de Carlos Menem se creó el Plan Trabajar para asistir a los excluidos, pero no era un derecho al que todos podían acceder. Existía una partida presupuestaria acotada que dio lugar a prácticas clientelares al momento del reparto. El uso político de los planes quedó en evidencia en los meses previos a las elecciones de 1997 y 1999, cuando se otorgó la mayor cantidad de subsidios. Cerca de 300 mil planes fueron distribuidos en su mayoría por los punteros políticos barriales del Partido Justicialista.
Durante los primeros meses del gobierno de la Alianza hubo varios intentos para impulsar un beneficio similar al actual, que abarcaría a 480 mil jefes de hogar para sacarlos de la indigencia. El plan se anunció tres veces, pero nunca se concretó. La resistencia del Ministerio de Economía pudo más que los argumentos a favor que se esgrimieron desde la Secretaría de Empleo. Hubo que esperar a los saqueos a los supermercados y el aumento acelerado de la pobreza generado por la devaluación para que el gobierno de Duhalde implementara el proyecto. Actualmente, el Presupuesto 2003 incluye una partida de 3765 millones de pesos para garantizar su aplicación. Son recursos genuinos, ya que la iniciativa no cuenta con el apoyo financiero de los organismos de crédito internacionales.
No obstante, el intento por universalizar un ingreso digno sigue sin concretarse, pues nunca hubo tantos excluidos como en la actualidad. Si se considera como desempleados a los beneficiarios del plan, el índice de desocupación alcanza el 23,6 por ciento, equivalente a 2,4 millones de personas. Otro de los problemas es que los salarios que se ofrecen en el mercado son tan bajos que la pobreza y la indigencia no son sólo sinónimos de desocupación, también lo son de trabajo. Sólo en el Gran Buenos Aires los indigentes aumentaron de 1.480.104 a 3.034.889 en el último año, y según las últimas estimaciones del Indec, cerca de 21 millones de argentinos son pobres. Esta situación explica por qué pese a que la indigencia bajó un 23 por ciento entre los que reciben el plan, igualmente subió en términos generales.
Paradójicamente, los 150 lecops que buscaban ayudar a los más pobres terminaron legitimando un piso salarial paupérrimo que sumergió en la miseria a nuevos trabajadores, pues si el Estado otorga esa cifra y encima exige una contraprestación laboral de cuatro horas diarias, es difícil pensar que las empresas privadas estén dispuestas a ofrecer algo mejor. La precariedad laboral también fue convalidada implícitamente por el Gobierno porque la contraprestación no implica una relación de trabajo formal, ya que no garantiza ningún tipo de cobertura previsional ni sanitaria. Si el plan se extendiera indefinidamente, quienes realizan tareas comunitarias nunca podrían jubilarse porque están en las mismas condiciones que los trabajadores en negro, pero “empleados” por el propio Estado.
Para Claudio Lozano, economista de la CTA, el programa resultó un fracaso porque “un subsidio tan bajo no sirve para nivelar hacia arriba el ingreso de desocupados y ocupados sino para legitimar la dinámica regresiva del mercado”. Además agregó a Cash que “si lo que querían era simplemente asistir a los pobres hubiera sido más eficiente otorgar una asignación a la niñez, porque el grueso de los hogares pobres tiene un número importante de hijos”. Desde las posiciones más liberales, el Plan Jefes también es criticado fuertemente por el “excesivo” costo fiscal y la falta de estímulos para que los desocupados vuelvan a incorporarse al mercado. Leonardo Gasparini, economista de FIEL, señaló que “la iniciativa es ineficiente porque no aumenta la productividad de los desocupados ni los incentiva a la búsqueda activa de empleo”. La ministra de Trabajo Graciela Camaño respondió a las críticas al afirmar ante Cash que “las propuestas pueden ser muchas, pero nosotros fuimos los únicos que nos encargamos de darles 150 pesos en la mano a los desocupados”.
Más allá de la reivindicación que se ejerce del plan, en el Gobierno saben que el subsidio es escaso. Por lo tanto, apenas se conocieron los catastróficos resultados de la EPH de octubre volvieron a propagandizar la opción que se les otorgó a las empresas privadas para incorporar beneficiarios como empleados, pagando sólo la diferencia entre el subsidio y el mínimo de convenio más los aportes patronales. La iniciativa es polémica porque convierte el subsidio a los desocupados en un subsidio a las empresas. Hasta el momento apenas 61.875 personas se incorporaron a la actividad privada por esta vía, fundamentalmente en pymes. Pero el deseo de la ministra Camaño es que lleguen a ser 400 mil los beneficiarios que reporten en esa condición.
Para tentar a los empresarios se está confeccionando un listado de desocupados donde se detalla la calificación de cada uno para que las compañías puedan seleccionar de acuerdo con sus necesidades. La ministra de Trabajo afirmó que “es el mecanismo que se nos ocurrió para que nuestros beneficiarios puedan tener un mayor ingreso”, pero reconoció que la iniciativa tendrá éxito “en la medida en que la economía se reactive y las empresas tengan necesidades de incorporar personal”. Mientras tanto, el desafío de las familias más pobres seguirá siendo sobrevivir con 150 lecops mensuales, algo casi tan difícil como respirar debajo del agua.

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