LA LUCHA POR LA HEGEMONíA POLíTICA
Damián Pierbattisti explica que la derecha sabe que el “Estado” es el estado de la correlación de fuerzas y que la lucha por la hegemonía trasciende holgadamente el terreno de la estructura económica.
› Por Damian Pierbattisti *
“Si la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea, ya no es ‘dirigente’, sino solamente ‘dominante’, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creían. La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos. En este capítulo hay que situar algunas observaciones sobre la llamada ‘cuestión de los jóvenes’, determinada por la ‘crisis de autoridad’ de las viejas generaciones dirigentes y por el impedimento mecánico opuesto a quienes podrían dirigir para que no realicen su misión.” En esas líneas escritas por Antonio Gramsci cabe una década. El estribillo permanente y constante de una lejana desobediencia se reactualiza con la transparencia que pocas veces ofrece la historia. Una identidad moral construida a sangre y fuego se siente violentada por la paulatina construcción de una fuerza social cuya traducción material revierte día a día los postulados sobre los que se fundó el orden neoliberal, al que puso fin la crisis orgánica de la valorización financiera que estalló en diciembre de 2001.
No se trata de una mera cuestión económica. Se pierde en un ejercicio estéril quien lo aborde por el atraso cambiario, el control a la compra de dólares, la escasa competitividad que alegan los favorecidos por el terrorismo de Estado, el “polémico Moreno” o la traba a las importaciones. Lo que está en juego es ni más ni menos que la lucha por la hegemonía política, entendiendo por ésta no sólo el proceso constituyente por medio del cual una fracción social de la estructura económica tiene la potestad de universalizar sus intereses particulares, sino también expandiéndola a la normalización de una extensa diversidad de comportamientos sociales que sólo se vuelven observables cuando la profundidad de la confrontación alcanza los más recónditos rincones sociales.
No hay resquicio que deje de importar. Cada frase, cada gesto, cada iniciativa impulsada por quienes ejercen legítimamente el gobierno del Estado se decodifica en virtud de una extensa contabilidad que la derecha glosa, ante el público masivo de sus trescientas licencias, como un ataque a “la República”, “La Democracia”, “Las Libertades Individuales” y un sinfín de slogans publicitarios que se neutralizan solos, sin esfuerzo ajeno, en boca de las más diversas personificaciones del genocidio.
Y éste es el punto central: esos universalismos son los canales que nos conectan con la posibilidad de volver observable la crisis de una identidad moral que vive como una agresión la disputa por la conducción intelectual, política y moral de la sociedad. Una identidad propietaria y poseedora que, en pleno “conflicto con el campo”, se expandió con la violencia material y simbólica que les está vedada a fracciones de las clases subalternas (y que incluso fuera traducida como gestos patrióticos de resistencia a la voracidad de un gobierno por hacer “caja”). Identidad moral cuya fuerza y vocación hegemónica alcanzó incluso a plasmarse en la adhesión mansa y obediente que concitaron en fracciones importantes de la izquierda “revolucionaria”.
A decir verdad, la crisis de hegemonía que con absoluta nitidez quedó cristalizada desde la 125 en adelante es inescindible de la crisis orgánica que provocó el estallido de la convertibilidad en diciembre de 2001 y que aún tiene un final abierto. Sin embargo, diciembre de 2001 produjo una grieta en la hegemonía neoliberal al escindir el funcionamiento objetivo del orden social capitalista de las múltiples determinaciones individuales sobre las que se pretendió instalar una responsabilidad absoluta en el destino de cada quien. Golpe directo al plexo epistemológico del neoliberalismo, difícilmente reversible por el momento: el capitalismo se rige por leyes que es mejor enfrentar colectivamente antes que de forma individual y el gobierno del “Estado” es el espacio estratégico por antonomasia para traducir esa certidumbre en acciones concretas. En tal sentido, el paulatino tránsito de la noción de “asistencia social” a “derechos adquiridos” configura un nuevo entramado social que pone de relieve un salto cualitativo en la disputa contra los postulados del neoliberalismo. El latiguillo clasista del “clientelismo político” no hace más que poner en palabras la angustia de los neoliberales ante los evidentes signos de una hegemonía resquebrajada.
La recomposición paulatina, permanente y constante de los poderes colectivos expropiados por la iniciativa genocida puso en crisis la democracia tutelada que sufriera en carne propia el amnésico alfonsinismo. Resignado, uno de los principales escribas de la derecha le extendió su certificado de defunción en una de sus últimas columnas dominicales. Este aspecto constituye uno de los ejes estructurantes para comprender cuál es el centro de gravedad de los modelos de país contrapuestos en el debate público actual. La construcción de una territorialidad social que se fue edificando pacientemente desde la recuperación de la iniciativa estatal, intentando independizarla de los poderes fácticos y confrontando con éstos, traduce no sólo la voluntad política de construir una nueva fuerza social, sino de expresarla materialmente a medida que se avanza. Como nadie, la derecha sabe que el “Estado” es el estado de la correlación de fuerzas y que la lucha por la hegemonía trasciende holgadamente el terreno de la estructura económica y de las traducciones automáticas que de allí, supuestamente, se derivan en el misterioso mundo de las superestructuras. Y como nadie, recuerdan que el punto de partida fue el impulso de la política de Memoria, Verdad y Justicia
* Investigador del Conicet/Gino Germani (UBA)
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