› Por Mario Rapoport *
Los llamados paraísos fiscales se encuentren donde se encuentren; sea en islas en verdad paradisíacas donde luego de hacer negocios se puede tomar un cóctel en la playa o jugar en el casino; sea en Estados formales en los que predomina la seriedad del reloj cucú para saber la hora exacta de llegar o de irse; son casi la misma cosa. Aunque el tal paraíso pudiera tener la forma de una pequeña roca apenas saliente, clavada en el mar, da lo mismo. No es necesario viajar para hacer transacciones y una roca bien afirmada en medio de las olas puede servir de sede a cientos de entidades financieras o empresarias. Esos paraísos constituyen hoy, más que nunca, no sólo el sostén de un capitalismo ficcional y aventurero que busca un refugio para eludir la fiscalidad de sus propios países, sino también la base para ocultar y lavar dinero criminal, una prima hermana menor y desprejuiciada del capital financiero.
Pero no todos los orígenes de esos paraísos son iguales: sus historias pueden tener sagas muy diferentes. En un documentado trabajo, “Los orígenes de la ley de secreto bancario y sus repercusiones sobre la política federal suiza”, publicado en la prestigiosa The Business History Review, Vol. 74, Nº 2, un especialista en la cuestión, Sébastien Guex, nos habla de uno de los lugares más solicitados y prestigiosos, a quien el español Alvarez Baeza, en un libro pionero anterior, El oro del Tercer Reich, ya le había puesto los dientes encima: la República Federal Suiza o Confederación Helvética.
En forma muy sintética vamos a mencionar los principales argumentos, que exponen ambos autores y están rubricados ya por abundantes testimonios.
El mantenimiento y reforzamiento del secreto bancario suizo representa un objetivo principal de las autoridades helvéticas durante el siglo XX y ha ejercido una sustancial influencia en la política interna y exterior suiza.
Contrariamente a lo que piensa la opinión pública, la institución de ese secreto no surge del deseo de proteger los fondos depositados en Suiza por judíos víctimas de la persecución nazi mediante la ley sancionada en 1934, sino que tiene diferentes orígenes.
Desde principios del siglo XX, los bancos suizos se dieron cuenta de que el incremento de las tasas fiscales en los países vecinos les ofrecía una interesante posibilidad de atraer a Suiza capital extranjero tratando de evadir aquellas tasas consideradas exorbitantes. Eso explica por qué las instituciones bancarias locales iniciaron una campaña de propaganda entre sus vecinos, explicando las ventajas de Suiza como un paraíso fiscal.
La Primera Guerra Mundial representó un punto de inflexión en la historia de las finanzas de ese país. En un período de crisis monetarias y financieras, flujos de capitales provenientes de varias potencias de la época llegaron a los bancos suizos en grandes cantidades. La protección ofrecida por la solidez del franco suizo, la estabilidad política del país, su neutralidad en la guerra, además de los aumentos de impuestos a los ricos en naciones vecinas, como Francia, apresuraron este proceso.
No pudiendo competir con centros financieros más importantes como Londres, París o Berlín, los bancos suizos se dieron cuenta de que las escaladas tributarias en otros lados ofrecían una posibilidad interesante para estimular la llegada de inversiones extranjeras. Desde ese momento, el secreto bancario, que cumplía hasta entonces funciones internas para proteger a sus propios ciudadanos, pasó a ser un instrumento con funciones externas. En 1931 y en los años inmediatamente posteriores, Suiza experimentó, en medio de la depresión mundial, la peor crisis bancaria de su historia. De los ocho bancos más grandes, uno cayó en bancarrota y los otros tuvieron serias dificultades. Trabajadores, granjeros y sectores medios exigían un mayor control del sector financiero. Especialmente, establecer un sistema para proteger los ahorros de las clases bajas y pobres. Además, pedían controlar los movimientos de capital para impedir un incremento de las tasas de interés.
Como consecuencia de esta situación, el Consejo Federal decidió incluir, en 1933, una norma en la ley de bancos sobre el secreto bancario. Su resultado es el famoso artículo 47, que hace de la violación de ese secreto una cuestión criminal y expone a sus infractores a penas carcelarias. Antes todavía de ponerse en vigencia, la norma levantó una polvareda de críticas externas e internas. En el exterior, de parte del gobierno francés, que veía amenazados sus recursos fiscales; internamente, por los socialistas y sectores agrarios, que denunciaban que su puesta en práctica haría poco controlable el fraude fiscal.
Pero, sobre todo, crearía graves tensiones entre Suiza y los países aliados hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial. Desde junio de 1940, y luego del colapso de Francia, las clases dirigentes suizas integraron plenamente la esfera económica de los poderes del Eje. Alemania e Italia se beneficiaron de un cierto número de favores esenciales al esfuerzo de guerra: envío de equipamiento estratégico, libre circulación por los túneles alpinos y ayuda financiera. Entre otras cosas, se compró en francos suizos 1,2 billones de oro nazi, parte del cual provenía seguramente de víctimas del nazismo, y se otorgó a aquellos países créditos sustanciales: 1,1 billones de francos suizos a la Alemania nazi y otros 400 millones a la Italia de Mussolini.
Esa extensa colaboración con Berlín y Roma devino después de la guerra en un serio conflicto con las naciones victoriosas. Aparecieron listas negras en las que figuraban empresas y bancos suizos y Estados Unidos congeló importantes fondos helvéticos en los Estados Unidos. Suiza debía hacer un inventario de los activos alemanes, tanto de los que existían en su propio territorio como de aquellos controlados por instituciones suizas en el exterior. Pero, ¿cómo identificar todos los activos privados emanados de Suiza y congelados en los Estados Unidos? Muchos bancos se opusieron bajo el pretexto de que arruinaría la entera privacidad de sus negocios bancarios.
Esta situación provocó también problemas políticos, sobre todo por parte de los socialistas. Fue justamente el Partido Socialista el que ganó las elecciones federales a fines de 1943, de modo que en diciembre de ese año el Parlamento suizo, con mayoría de derecha, se vio obligado a elegir por primera vez a un miembro del PS como ministro. Pero entonces se produjo una vuelta de tuerca. El gobierno suizo se compone de siete ministros, los que conforman una institución colegiada. Cada ministro debe aceptar las decisiones colectivas, de modo que el ministro socialista nombrado expresamente a cargo de las Finanzas, debió defender, aun contra su voluntad, el secreto bancario suizo atacado a nivel internacional.
Al mismo tiempo, el creciente clima de la Guerra Fría jugó a favor de Suiza. Durante las discusiones que se llevaron adelante en Washington sobre esta cuestión, un representante suizo afirmó que desde el punto de vista estratégico, la “situación sólo [podía] mejorar para nosotros”. Y, mientras tanto, el gobierno helvético maniobraba hábilmente. Le otorgó así un generoso crédito a Francia, de 250 millones de francos suizos, que se transformaron luego en 300 millones, y otro a Gran Bretaña, de 260 millones, calmando los ánimos.
El siguiente paso fue el de comenzar a aplicar políticas “humanitarias” para contrapesar las duras políticas que había adoptado en el pasado frente a los refugiados y en especial hacia las víctimas del conflicto. Algunos miles de refugiados o antiguos internados en los campos de concentración podían ahora entrar en Suiza.
En forma algo cínica, el ministro de Relaciones Exteriores suizo les decía a sus colegas del Consejo Federal, el 9 de abril de 1945, que su país “... no sólo hace un acto humanitario para cumplir una promesa sino también para resolver un problema político. Contribuir a salvar un apreciable número de gente miserable nos da un argumento crucial para justificar nuestra neutralidad, la cual, como ustedes saben, es atacada por la mayoría de los países aliados, especialmente por los Estados Unidos y Francia”.
Seguidamente, se creó una institución suiza para las víctimas de la guerra, que recibió generosamente 200 millones de francos suizos, en su mayoría producto de contribuciones de la población. Los bancos no fueron tan dadivosos, pero en esto había también un propósito político: lo que iba a traer la gratitud de pueblos y naciones era un acto generoso del propio pueblo suizo. Esto permitiría abandonar el aislamiento que la actitud del anterior gobierno helvético había provocado durante la guerra. Además, se aceptó la expropiación de los activos alemanes, tanto en Suiza como aquellos administrados por compañías internacionales de origen suizo, lo que quebró el secreto bancario en favor de los aliados. De todos modos, para los bancos suizos la cuestión más importante era preservar el anonimato ante el resto de la clientela extranjera.
El secreto bancario persistió, aunque continúa siendo una práctica controvertida. Primero, porque posibilita maniobras dudosas, ilegales e incluso criminales. Luego, porque dictadores como Mobutu, del Zaire; Abacha, de Nigeria, y muchos otros depositaron parte de su fortuna en el sistema bancario helvético.
En cuanto a la cuestión de los orígenes de ese secreto, jugó durante un tiempo un rol ambiguo. Desde los años ‘60 la banca suiza difundió la idea de que el secreto bancario fue introducido para proteger a las víctimas de las persecuciones nazis; un esfuerzo de propaganda desmentido por los hechos. En realidad, respondió a intereses de las clases dominantes de ese país y de los propios bancos e instituciones financieras y estuvo vinculado con su deseo de ayudar al nazismo y al fascismo.
Las conclusiones que uno saca de estas lecturas son un poco fuertes, pero las neutrales Suiza y España, que ayudaron decididamente al Tercer Reich, nunca fueron tan criticadas como la Argentina, considerada hacia el fin de la guerra como refugio de nazis que preparaban desde allí un Cuarto Reich. Para los Estados Unidos (y sus aliados políticos internos) el “riesgo país” de los vecinos del sur siempre fue más alto que el de otros neutrales, que en verdad colaboraron durante la guerra con Berlín. Una visión que padece algo más grave que un simple estrabismo
* Economista e historiador.
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