Domingo, 28 de abril de 2013 | Hoy
LA CORRUPCIóN COMO RECURRENTE SUBTERFUGIO ANTI-ESTADO
En el afán por desacreditar al Estado y no en una innata pasión por la transparencia reside la fuerza motriz del neoliberalismo en su incesante apuesta por ubicar a la corrupción en un primer plano.
Por Martin Astarita *
Desde hace años, la corrupción ocupa un lugar preponderante en la agenda pública. El flagelo que representa para la democracia y para la legitimidad de sus instituciones, su nocivo impacto en el desarrollo económico y en la erradicación de la pobreza y de toda forma de exclusión social, son poderosos argumentos capaces de justificar tal relevancia. Sin embargo, no es difícil advertir que la construcción de la agenda pública no es el resultado de un proceso natural (signado por el peso propio de los acontecimientos) ni neutral (es decir, libre de condicionamientos económicos, ideológicos, culturales). Esta premisa invita entonces a reflexionar críticamente sobre el ya referido protagonismo del que goza el tema de la corrupción en la Argentina.
En esa dirección, es posible identificar razones teóricas y prácticas que ubican al neoliberalismo a la vanguardia de la cruzada anticorrupción. Razones que, cabe agregar, confluyen en un único y último objetivo, no siempre explicitado, que es la oposición irrestricta a toda forma de intervencionismo estatal. En efecto, es en el afán por desacreditar al Estado y no en una innata pasión por la transparencia en donde reside la fuerza motriz del neoliberalismo en su incesante apuesta por ubicar a la corrupción en un primer plano.
Son conocidos los argumentos económicos que sustentan la aversión neoliberal hacia el Estado. La noción de competencia perfecta implica que el libre juego de las fuerzas del mercado garantiza una eficiente asignación de los recursos. Cualquier falla o desequilibrio son entendidos como transitorios, y la dinámica misma del mercado es capaz, con el tiempo, de corregirlos. No hay razones, desde el punto de vista económico, que validen la intervención estatal. Tan sólo objetivos políticos, como por ejemplo la atención de la desigualdad social, pueden justificar su presencia. Una vez expuestas las bondades del mercado, es hacia el Estado, entonces, adonde se dirigen las críticas neoliberales. Destacar sus vicios es el prerrequisito indispensable para demandar que su ámbito de actuación quede reducido a su mínima expresión.
A dicha tarea se ha consagrado la teoría de la elección pública. En esta perspectiva, que pregona el individualismo metodológico, el Estado es entendido como un mero agregado de funcionarios que buscan con sus intervenciones rentas para beneficio personal (rentseeking society), generando con ello incentivos para que los agentes privados inviertan en actividades improductivas (lobby y corrupción). De esta forma, queda condenada, de antemano, toda acción estatal. Agitar el tema de la corrupción, en consecuencia, no hace sino confirmar tal prejuzgamiento.
De este marco interpretativo se desprende una peculiar concepción sobre la corrupción. En primer lugar, emerge como un fenómeno circunscripto al Estado (la corrupción entre privados pareciera gozar del beneficio de la intrascendencia). En segundo lugar, yace en la propia naturaleza humana. Así, queda velado su carácter social e histórico, o –lo que es lo mismo– se vuelve inerradicable (incluso en un Estado mínimo, vaya paradoja), y su presencia, por ende, perdura a lo largo del tiempo. Al respecto, a principios de los ‘90, la corrupción fue uno de los justificativos centrales para emprender lo que dio en llamarse el programa de ajuste estructural, que incluyó las privatizaciones, la desregulación y la apertura económica.
Una vez completado el desmonte del Estado de Bienestar, la corrupción prestó nuevamente servicios: en plena decadencia menemista, ofició como la “contradicción principal”, logrando eclipsar o subordinar otros problemas como la aceleración en las tendencias hacia la concentración y centralización del capital y una profunda y regresiva redistribución del ingreso en contra de los sectores asalariados. En tal sentido, la ley de flexibilización laboral fue paradigmática: su celebridad se debió no a su carácter antiobrero sino a los vicios incurridos para su sanción.
Finalmente, en la era de la post convertibilidad, la corrupción logró colarse nuevamente como tema saliente en la agenda pública. En este caso, su reaparición parece obedecer a una reacción frente a la reformulación en las relaciones entre Estado y sociedad, en la que se observa, no sin contradicciones, una restitución de ciertas capacidades estatales. Aunque con distintas modalidades, en cada etapa histórica, en definitiva, la corrupción ha servido como correa de transmisión para condenar cualquier forma de intervencionismo estatal.
La asociación entre neoliberalismo y corrupción aquí expuesta permite rechazar, ante todo, una supuesta correspondencia natural entre los temas en agenda y la “realidad” circundante. En segundo lugar, el sesgo ideológico develado contribuye a iluminar la distinta vara con la que se trata la corrupción, según se trate de instituciones públicas o privadas. Sirve, en tercer lugar, para rechazar el postulado según el cual la actividad estatal es sinónimo de ineficiencia y corrupción. Finalmente, pone en cuestión la falaz idea de que la lucha contra la corrupción constituye un prerrequisito moral, una bandera que todos deberían enarbolar independientemente de sus ropajes políticos e ideológicos. La definición sobre lo que se entiende por corrupción y las causas de su emergencia, la preeminencia que se da a los ámbitos en que ésta se manifiesta, y las recetas que se proponen para combatirla, son en rigor cuestiones de naturaleza eminentemente política. Hacia allí debe virar el debate
* Licenciado en Ciencias Políticas. Asesor en políticas públicas de la Secretaría de la Gestión Pública.
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