› Por Andrés Asiain y Agustín Crivelli *
Durante los años noventa se fomentó la venta de empresas públicas y privadas nacionales a capitales extranjeros para que ingresen dólares con el objetivo de sostener el régimen de convertibilidad. Sin embargo, con el paso del tiempo, las utilidades y dividendos que las empresas extranjeras remiten al exterior comenzaron a pesar cada vez más en el sentido contrario. Así, el fuerte crecimiento económico de los últimos años generó un incremento de magnitud en la remisión de utilidades y dividendos, que pesan cada vez más sobre el balance cambiario. Según datos del Banco Central, entre 2003 y 2011 cerca de 22.000 millones de dólares fueron remitidos al exterior por las empresas extranjeras.
En 2012, las regulaciones cambiarias dispuestas por el gobierno nacional paralizaron totalmente ese egreso, abriendo un interrogante sobre cómo se reconfigurará la dinámica del capital extranjero en la economía argentina. Un cambio en la legislación puede institucionalizar algunas de las nuevas regulaciones que, de forma informal, comenzaron a aplicarse, tanto en lo que respecta a la limitación de la remisión de capitales como a otros aspectos vinculados con el nivel de integración con la economía nacional en materia de proveedores, desarrollo tecnológico y balance de divisas a nivel firma. A continuación se presenta un breve resumen del marco legal que hoy regula la actividad del capital extranjero en Argentina.
El Decreto Ley 21.382 de Inversiones Extranjeras, aún vigente, fue producto de la gestión de José Alfredo Martínez de Hoz. Reemplazando la Ley de Radicaciones Extranjeras (Ley 20.557), la norma de la dictadura anuló un importante número de regulaciones sobre los capitales extranjeros que ingresaban al país.
Entre los cambios introducidos se eliminaron las restricciones al capital extranjero de instalarse en sectores económicos y áreas geográficas consideradas sensibles a la seguridad nacional. Se eliminaron requisitos ambientales y sociales, así como de contratación de mano de obra nacional, y transferencia de tecnología. Se proclamó una ficticia independencia jurídica entre la casa matriz y la subsidiaria, que fue utilizada para evadir el pago de impuestos remitiendo utilidades en forma encubierta a través del dibujo de los precios intra-firma de importación y de exportación, o fingiendo el pago de intereses por autopréstamos.
Otro requisito eliminado que debían cumplir las inversiones extranjeras radicadas en la Argentina fue el de generar un balance de divisas superavitario a nivel firma. Al respecto, la Ley 20.577 señalaba: “Que los bienes o servicios a producir posibiliten una sustitución de importaciones o sean objeto de exportaciones a través de un compromiso expreso, debiendo dejar un beneficio neto para el país en cuanto al balance de divisas de la radicación, computándose para su cálculo de probables egresos o repatriación de capital, utilidades, amortizaciones, intereses, regalías, importaciones –incluso las indirectas a través de los insumos– y otros egresos”.
A partir del golpe de Estado del 24 de marzo 1976, se produjeron profundos cambios en la estructura económica, que conformaron un nuevo modelo económico basado en una acumulación rentística y financiera, y la apertura externa irrestricta. Una vez recuperada la democracia, los constantes desequilibrios macroeconómicos durante el gobierno radical generados por la pesada carga de la deuda externa heredada generaban un clima de incertidumbre acerca de la marcha de la economía muy poco atractivo para las inversiones extranjeras. Pero en el contexto de las ideas reinantes del Consenso de Washington, Menem aprobó el texto reordenado del Decreto Ley 21.382. Esta nueva norma no sólo ratificó el decreto de la dictadura, sino que la hizo aún más liberal, estableciendo que los inversores externos pueden colocar sus capitales sin aprobación previa y repatriar sus utilidades en cualquier momento. Estas modificaciones se llevaron a cabo para avanzar en el profundo proceso privatizador, que se constituyó en un elemento central del proceso de extranjerización de la economía argentina.
Las mayores concesiones otorgadas por la legislación nacional al capital extranjero no fueron consideradas suficientes para brindar la “seguridad jurídica” que asegurara el necesario ingreso de divisas para sostener el plan de convertibilidad. Fue así que se resolvió comprometer internacionalmente al país mediante la firma de numerosos Tratados Bilaterales de Inversión (TBI) y la adhesión al convenio del Ciadi, prorrogando la jurisdicción en favor de tribunales extranjeros.
La firma de TBI fue el eje central de la política exterior argentina en materia de inversiones durante la década del ’90. La cantidad de acuerdos firmados se incrementó al ritmo del crecimiento de la inversión extranjera. En los primeros años, casi la totalidad de los TBI firmados están relacionados con países de la OCDE y coinciden con el traspaso a manos privadas de las más grandes empresas públicas (firmas de gas, electricidad, petróleo y provisión de agua potable y saneamiento).
En total se firmaron 58 TBI (de los cuáles cuatro no se pusieron en vigencia), colocando a la Argentina en el grupo de países que más tratados de este tipo han firmado (54 vigentes, junto con España y Suecia).
En América del Sur el comportamiento fue dispar, entre posiciones extremas caracterizadas por la experiencia argentina (casi 58 tratados firmados, de los cuales más del 90 por ciento fueron ratificados) y las de Colombia y Brasil, con un número muchísimo menor de tratados firmados, aunque ninguno de ellos fue aprobado por las legislaturas nacionales.
La mayoría los TBI tiene cláusulas similares: definición amplia del concepto de inversión, prórroga de jurisdicción a favor de tribunales arbitrales, cláusula de Trato Nacional (la normativa debe ser igual para el inversor nacional y el extranjero), cláusula de la Nación Más Favorecida (un tercer país puede recurrir al tratado firmado con otro país para usufructuar condiciones más favorables), protección de inversiones previas (efecto retroactivo del tratado a las inversiones realizadas con anterioridad a la entrada en vigencia del mismo), cláusulas de renovación automática, y vigencia por 10 a 15 años una vez denunciado.
La posibilidad de que una empresa extranjera demande a un Estado es una lógica introducida por estos tratados. Anteriormente los inversores externos únicamente podían reclamar por las vías diplomáticas y/o por las acciones que podían implementar sus Estados de origen.
Por otro lado resulta necesario destacar la hipocresía implícita en los TBI, dado que se trata de un régimen basado en la no discriminación (Trato Nacional y Nación Más Favorecida) que en los hechos es esencialmente discriminatorio: mientras que para las empresas locales existen únicamente los tribunales nacionales regidos por su ordenamiento jurídico, para las empresas extranjeras existe, además, la posibilidad de recurrir al arbitraje internacional.
El Ciadi es un tribunal arbitral creado en la esfera del Banco Mundial, donde las empresas y Estados son colocados en pie de igualdad, y su dirección está a cargo de las mismas corporaciones que entablan los juicios contra los Estados.
Los TBI establecen que, en caso de disputa, los inversores extranjeros pueden acudir a diversas instancias jurídicas externas para demandar al Estado receptor de la inversión. Si bien el Ciadi no es el único ámbito de resolución de disputas previstos en los TBI, es el principal y es el que suele utilizarse en el caso de que el país sea miembro del mismo.
En el caso argentino, echando por tierra su histórica postura sustentada en las ideas de Carlos Calvo y Luis María Drago, en 1994 adhirió al Ciadi. Sin embargo, ser parte del Convenio del Ciadi no implica el pase automático a su jurisdicción, sino que resulta necesario un consentimiento escrito que habilite la intervención de ese organismo. Justamente, ése fue el papel que jugaron los TBI, en tanto en la mayoría de ellos incluye el arbitraje ante el Ciadi como mecanismo para la resolución de controversias.
En la lógica de funcionamiento del Ciadi, los Estados no tienen la posibilidad de ganar una controversia, sino que únicamente pueden aspirar a “no perder”, y en ese caso de todas formas deben hacer frente a los costos judiciales involucrados, los que se estiman entre 2 y 3 millones de dólares por caso.
El Ciadi es un tribunal al que la Argentina aceptó someterse voluntariamente, y no está obligada a hacerlo. De hecho Brasil, por dar un ejemplo, no es miembro del Ciadi y eso no le ha traído ningún problema. Por otro lado, Estados Unidos, el propio impulsor del Ciadi, se rige por una ley federal que establece que las disputas que involucren a sus empresas y a su gobierno no se someten a arbitrajes exteriores sino a sus tribunales nacionales.
Las políticas económicas neoliberales, como la de la última dictadura militar o el menemismo en los noventa, dejaron un saldo de fuerte extranjerización de la estructura económica del país. Fue durante esas etapas de la historia argentina dónde se implementaron numerosas medidas que fueron edificando un marco institucional favorable al capital extranjero, en desmedro del nacional.
Las normas centrales son el Decreto Ley 21.382 de Inversiones Extranjeras, la adhesión al Convenio del Ciadi, y la firma de los numerosos TBI. Todas éstas se encuentran aún hoy vigentes. La modificación de las mismas se constituye en un elemento central para disciplinar el comportamiento de las grandes empresas de manera que sea compatible con el modelo de desarrollo vigente desde 2003, de lo contrario existe la posibilidad de que la iniciativa privada de las multinacionales de maximizar sus ganancias de corto plazo termine por impedir las condiciones necesarias para el desarrollo de la economía nacional
* Economistas (Iihes-Conicet).
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