Dom 17.11.2013
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En el ojo...

› Por Mario Rapoport *

La sociedad argentina ha vivido conflictos sociales que es preciso analizar más allá de la coyuntura. Lo sucedido a propósito del derecho que tiene el Estado de apropiarse la renta extraordinaria de un sector productivo es un signo de que todavía no se aprendieron las lecciones del pasado, cuando la última dictadura militar pretendía reducir el papel del Estado. Por supuesto, el Estado del que hablamos no era pequeño para los que se adueñaron de él. Lo que hicieron fue saquearlo y destruir su razón de ser, tratando de convencer a la opinión pública de que sus funciones eran subsidiarias del mercado y de los intereses privados. Todo esto, claro está, y vaya paradoja, mientras ejercían sobre la sociedad el poder sofocante del “terrorismo de Estado”.

Recordemos que después de la Gran Depresión de los años treinta, se produjo en todo el mundo un cambio fundamental en el rol del Estado. A la evidencia práctica del estancamiento y el desempleo se sumó la contribución teórica de que el equilibrio general no era una condición “natural” de los sistemas económicos. La frustración de la creencia en la autorregulación de los mercados motivó una participación activa de los Estados nacionales en la economía. Durante las décadas de 1950 y 1960 se consolidó en los países desarrollados el Estado de Bienestar, que además de aplicar políticas anticíclicas para promover el empleo, amplió considerablemente las prestaciones sociales en salud, educación y otras áreas.

En los países emergentes, las necesidades del desarrollo chocaban con fuertes límites, que imponían la necesidad de una transformación económica y social. El Estado, que se fortaleció en algunos de los países rezagados respecto de los centros económicos mundiales, tenía la ardua tarea de impulsar la industrialización y cubrir el déficit social. Para ello se entendía como necesaria la planificación del desarrollo y se utilizaron diversos instrumentos de intervención en la economía, como tomar a cargo en el área estatal sectores de la producción que no interesaban a la iniciativa privada o para los que ésta resultaba poco eficaz. El Estado debía llevar adelante políticas públicas para aumentar el empleo y la demanda efectiva y mejorar la distribución de los ingresos, al tiempo que sostenía el proceso de acumulación de capital.

Sin embargo, en la mayor parte de esas economías emergentes los proyectos nacionales fueron abortados en la década de 1970, cuando la recesión en los centros económicos mundiales y el incremento del precio de algunos insumos importados (especialmente del petróleo) les ocasionó perjuicios considerables, a lo que se asoció un irresponsable financiamiento internacional. Además, desde las instituciones académicas del “Primer Mundo” se expandió la idea de que los gobiernos debían limitarse a garantizar el libre funcionamiento de los mercados.

En los años ochenta y noventa, el Estado pasó a ser visto directamente por las elites dirigentes como la causa del mal funcionamiento de las economías. Se decía que el despilfarro de recursos y la ausencia de un ambiente competitivo y dinámico conducía a los empresarios a la especulación y a la búsqueda de “favores del gobierno”. Así se sustentaron políticas de achicamiento y desmantelamiento del Estado mediante la implementación de las “reformas estructurales” que incrementaron la corrupción en vez de eliminarla.

El carácter ideológico de la visión neoliberal del papel del Estado se encuentra en su unilateralidad reduccionista. Su argumento principal, basado en la proposición dogmática de que el mercado es el que mejor asigna los recursos disponibles, olvida que la construcción de instituciones públicas y democráticas es esencial para el consenso social y el crecimiento económico. Sus recomendaciones pretenden resolver un problema que no pueden comprender, y su aplicación equivalió a “tirar el bebé con el agua sucia”. La prédica favorable al libre mercado pretendía sustentarse en la famosa “mano invisible” de Adam Smith, pero falsificaba las ideas de aquel gran pensador, que no omitía la consideración de la importancia del Estado en el devenir de las sociedades.

En sus propias palabras: “El primer deber del soberano es la defensa nacional, es decir, proteger a la sociedad de la violencia y la injusticia de otras naciones [...] El segundo es el de la protección, [el de que] cada miembro de la sociedad tiene que ser protegido de la injusticia y de la opresión por parte de cualquier otro miembro de ella [...] El tercero es el de desarrollar [...] las instituciones públicas que, aunque pueden ser útiles en el más alto grado a la sociedad, son de una naturaleza tal que la obtención de un beneficio no puede jamás cubrir los gastos de un individuo o de un pequeño grupo de ciudadanos [...] La realización de este deber necesita de diferentes niveles de gastos que varían según los grados de desarrollo de las sociedades.” (Adam Smith, Investigación sobre la naturaleza y causa de las riquezas de las naciones (1776), libro V, PP.614-639). Sostenía, también, que para financiar al Estado era necesario un impuesto progresivo para los ricos, no solamente en proporción a sus ingresos sino más allá de esa proporción.

La insistente exigencia a favor de la reducción del Estado se sustenta así en falacias largamente elaboradas por la ideología neoliberal, que el mismo Adam Smith refutaría. En contra de la responsabilidad social asumida en sus gastos por el Estado de Bienestar, el neoliberalismo sostiene que los costos de las políticas públicas reducen el ahorro y la inversión. La experiencia histórica de muchos países de Europa occidental socava la validez de esos argumentos. En ellos el Estado enfatizó la universalización de los derechos sociales, manteniendo fuertes gastos en educación, salud y servicios sociales, que se financiaron mediante impuestos progresivos, es decir, gravando más intensamente las ganancias de las empresas y de los sectores de la población con mayores ingresos. Con la implementación de esas políticas –y no a pesar de ellas– lograron un crecimiento económico sostenido y una distribución del ingreso más equitativa, achicando los niveles de pobreza y marginalidad. En el conjunto de los países desarrollados, incluido Estados Unidos, entre 1960 y 1996 la incidencia del gasto público en el Producto Interno, según cifras del FMI, pasó del 18,5 al 47,1 por ciento en promedio. En 2005, en Francia era del 53,8 por ciento; en Alemania del 46,7 por ciento; en Bélgica del 50,1 por ciento y aun en Estados Unidos creció del 33,3 por ciento en 1996 al 36,4 por ciento en 2005. El recorrido del desarrollo económico en los países del Sudeste Asiático ha mostrado también que la regulación de los mercados y las inversiones en capital humano son necesidades cruciales para construir una estructura productiva eficiente a nivel internacional.

En la Argentina de hoy, donde los problemas del desarrollo y de la distribución de los ingresos van de la mano, la necesidad de articular un proyecto nacional requiere la construcción de un nuevo tipo de Estado, con una democracia mucho más participativa y fuertes bases institucionales. Y con políticas que sirvan para cubrir, con los ingresos de los que tienen beneficios extraordinarios, el todavía enorme déficit social, la ampliación y el mejoramiento de la infraestructura, la diversificación del aparato productivo y la creación de nuevas tecnologías. En los “dorados” años noventa, la revista liberal The Economist dedicaba uno de sus números al futuro del Estado (20-9-1997). Para dar el tono, en la tapa se dibujaba una implacable mano mecánica que amenazaba con un dedo a una pobre mujer solitaria huyendo despavorida. Y en el interior de la revista se destacaba, entre otras cosas, que “el crecimiento de los gobiernos en las economías avanzadas [...] ha sido persistente, universal y contraproducente”, llegándose a afirmar que la “democracia es verdaderamente incompatible con la libertad”.

En verdad, durante décadas, los magos del neoliberalismo han demonizado al Estado. Con un pase de magia nos han dicho que “achicar el Estado es agrandar la nación”. Pero esta frase tenía significados ocultos; no se lo estaba haciendo desaparecer, se hacía creer que desaparecía mientras seguía muy activo tratando de mantener el orden establecido o de alterarlo de acuerdo con los intereses de los que detentaban el poder en ese mismo Estado.

Bajo el predominio neoliberal, el Estado se desentendía de cualquier acción destinada a paliar las desigualdades sociales generadas por el mercado, e incluso las acentuaba a través de la legislación laboral y de políticas que fomentaban el desempleo. Tenía, sin embargo, una activa participación en la desregulación de las actividades financieras, la apertura externa, la venta de activos públicos y el sostenimiento de un “cepo” cambiario. En este último caso se trataba, paradójicamente, de un tipo de cambio fijo, para el cual la libertad de mercado no funcionaba, aunque ayudaba a garantizar la entrada de capitales externos y su tasa de rentabilidad posibilitando luego su posterior fuga. Más aún, si nos remontamos hacia atrás, la prédica de un Estado presuntamente imparcial, con escasa o nula intervención en la actividad económica, queda desenmascarada cuando se observa que la implantación de los modelos neoliberales es precedida y acompañada por el terrorismo de Estado, como en Chile, en 1973, y en Argentina, en 1976.

El discurso que promovía la retirada del Estado de la esfera económico-social no impedía, en nuestro país, llevar adelante la contención del salario nominal, la disolución de la CGT, la supresión de actividades gremiales y la reforma a la Ley de Contrato de Trabajo. Tampoco significaba un impedimento para implementar la Cuenta de Regulación Monetaria, una especie de subsidio indirecto y garantía del sector financiero; así como no lo fue la nacionalización por conveniencia personal de la Compañía Italo-Argentina de Electricidad, de la que Martínez de Hoz había sido director. Todo ello completado con la socialización/estatización de la deuda externa privada, en la que tuvo responsabilidad el entonces presidente del Banco Central, Domingo Cavallo. Es decir, como afirmaba Karl Polanyi, “el laissez faire no era un método para lograr una cosa, sino la cosa que quería lograrse”, solo alcanzable por medio de la acción estatal.

Para eliminar confusiones: el Estado nunca se fue. Por eso se produjo el salvataje bancario en Europa y Estados Unidos. Pero no se avanzó mucho más, no hubo una reorientación de recursos hacia las principales víctimas: ahorristas, propietarios de inmuebles, pequeñas y medianas empresas, desocupados. No era éstos los intereses que hegemonizaban el Estado. Curiosamente, si el sistema bancario y financiero, responsable de la crisis, no fue castigado, ahora se pretende punir a algunos Estados nacionales como Grecia y España con políticas de ajuste (achicar el gasto público, reducir empleos y salarios) como las que fracasaron en Argentina. Claro que esos países tienen un serio problema: no pueden devaluar su moneda porque están en la zona del euro, esa especie de “dolarización” a la europea.

El Estado es un mal administrador, salvo cuando tiene que socorrer al capital privado estatizando su propia deuda, como en la última etapa de la dictadura militar. La experiencia argentina de la crisis de 2001 es una ventaja que no podemos desaprovechar porque conocemos el final de la película

* Economista e historiador.

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