Dom 13.07.2014
cash

La extorsión

› Por Ariel H. Colombo *

La disyuntiva impuesta a la Argentina en la sentencia a favor de fondos buitre no es una situación excepcional sino la visibilización grotesca del modus decidendi de la extorsión como régimen político mundial. El fallo no tiene nada de insólito. No expresa, como se sostiene habitualmente, la irracionalidad e irresponsabilidad de una instancia judicial norteamericana, que pondría en riesgo al sistema. La extorsión es una modalidad de dominio instaurada hace unos cuarenta años, ahora enfrentada a su modalidad antagónica, la de hegemonía, que se reafirma localmente, como en la Argentina y en algunos otros países de la América del Sur, desde principios de siglo.

La hegemonía consiste en un trueque intertemporal por el cual se institucionaliza la promesa de que gracias a los sacrificios actuales se alcanzará un porvenir de mayor justicia social, mientras que el Estado garantiza las bases económicas del consenso de la ciudadanía. Cuando a fines de la década del ’60 sobrevino la crisis por sobreacumulación y por el ascenso de la insurgencia popular, el desemboque no fue el fascismo, el caos o el socialismo, sino un régimen extorsivo globalmente impuesto por Estados Unidos en reemplazo de la relación de hegemonía instaurada durante la posguerra.

El Estado de Derecho liberal fue preservado y la crisis fue resuelta bajo una forma políticamente inferior a la hegemonía, pero que asegura la estabilidad sistémica cuando el capital decide no reproducir las bases materiales del consentimiento. Si la hegemonía se sostiene estructuralmente en una promesa, la extorsión es la amenaza de volver a un pasado aún peor si no se acepta pasivamente el presente, lo que se refleja, por ejemplo, en las tasas de interés que, al sobrepasar la tasa de crecimiento productivo, disuelven la proyección colectiva del futuro, y disocian a empresarios y asalariados de los tenedores de activos financieros, imponiendo el cortoplacismo como régimen temporal de la sociedad: una alta tasa de descuento temporal o un bajo valor del futuro actual, que fue el requisito para que los capitales continuaran fluyendo y no devaluar el tipo de cambio, pese al ascenso del déficit externo.

El bloque neoliberal, conducido por una elite capitalista cada vez más rica, con ganancias disociadas de la suerte de la producción, forzó a los agentes a satisfacer las pulsiones inmediatas. Cuando la acumulación ya no se orientó a su reproducción ampliada, la especulación se difundió por todos los mercados, hasta hoy.

Actualmente, esta desintegración del futuro se profundiza en los países centrales, cuando los tenedores del capital ficticio tratan, cada vez más seguido y todos a la vez, de convertirlo en dinero, ejerciendo su preferencia por la liquidez cuando no deben hacerlo. Esta es la forma de recrear la desconfianza, que es la base política de la extorsión, que Brzezinski, asesor de Carter y de Clinton, definió al reseñar que “los tres grandes imperativos de la estrategia geopolítica son: evitar la confabulación de los vasallos y mantener su dependencia en cuestiones de seguridad; conseguir que los subordinados sigan siendo influenciables y maleables; y evitar que los bárbaros se coaliguen”.

No existe así la crisis como predica el catastrofismo de la izquierda ortodoxa: que el sistema se encuentre siempre al borde de la quiebra, como se manifiesta toda vez que el presidente de Estados Unidos se ve obligado a solicitar permiso para levantar el techo del endeudamiento, es su forma estable de funcionar.

Si Estados Unidos quebrara, arrastraría a una implosión contractiva; y si pagara con emisión, llevaría a la explosión inflacionaria. A fines de 1981, Estados Unidos tenía una deuda que había permanecido estable y que ascendía a un 1 billón de dólares; en 2014 supera los 18 mil billones.

El endeudamiento de una sociedad que consume más de lo que produce, y que posee una desigualdad extrema, se convirtió en un mecanismo de extorsión mundial, que es lo que posibilita a Estados Unidos ejercer su dominio pese a que el centro de acumulación se estaría trasladando de Nueva York a Beijing.

En el curso de esta tarea, Estados Unidos destruyó lo que la humanidad había conquistado por primera vez en la historia, por nominal que fuera: que sólo la ONU tenía el derecho a hacer la guerra y que la fuerza no es equivalente al derecho. Desde 1971, el dólar perdió dos tercios de su valor con respecto al marco/euro y tres cuartos frente al yen, pero nadie reclama una soberanía monetaria supranacional alternativa. Los chinos rechazaron la idea de sustituir dólares por derechos especiales de giro, y la acumulación de reservas financieras en Asia oriental no indica que esta región tenga el poder de determinar cómo deben utilizarse; mientras tanto siguen financiando el doble déficit estadounidense. A su vez, los principales países exportadores continúan acumulando dólares por temor a provocar una devaluación contra sus reservas. Es decir, los costos y beneficios de la mundialización estarían demasiado interconectados como para que terceros países desafíen al poder norteamericano.

China, en ascenso al recibir parte del capital sobrante, contribuye a reducir las desigualdades entre países, que en consecuencia pueden insertarse como ya lo están haciendo con autonomía sin desconexión. A la vez, como crece la desigualdad dentro de ese país, que posee una tradición milenaria de rebeliones, parece que tendrá demasiados problemas en casa como para ocuparse del mundo, al modo que lo hizo Estados Unidos después de 1945.

Sin embargo, la impasse o anomalía coincide con la declinación y con aquella forma de generar terror para aparecer luego como gendarme fiable. Aunque la invención de un enemigo le resulta cada vez más problemática, Estados Unidos lo necesita para preservar su funcionamiento político interno sin sobresaltos. Es que la extorsión no sólo tuvo como objeto modificar la relación entre capital y trabajo sino externalizar conflictos internos, compensando un poder interno decreciente con un poder externo sostenido en la desconfianza dentro y entre países.

En América del Sur, el auge chantajista garantizó a los capitales extranjeros los mismos privilegios que a los capitales locales, y el centro pudo apropiarse de activos y ganancias generados en los circuitos de valorización financiera. Al quedar amenazados por la fuga de capitales, los gobiernos fueron obligados a tasas de interés elevadas y al remate del patrimonio público, con el consentimiento electoral de la ciudadanía. Pero ni la entropía del Estado impidió el surgimiento de nuevos sujetos políticos, ni éstos fueron posibles por la mera presencia de enclaves primarios o de concentraciones indígenas o de ciudades de desocupados o de clases medias confiscadas o de ciudadanos en huelga política. Hay altos niveles de sublevación potencial conectados a una tradición beligerante, que confluyen en gobiernos que generan expectativas difícilmente reversibles, con iniciativas que se refuerzan unas con otras, y que generan incertidumbre en las sectores dominantes locales, que quieren el retorno a la relación extorsiva de los ’90, en línea con el régimen mundial que persiste.

Sostener la hegemonía como régimen político local, es decir, prometer un futuro materialmente superior al presente en lugar de amenazar con una vuelta al pasado (de estancamiento con inflación), y a la vez contar con el activismo popular capaz de hacer cumplir las promesas, en un marco internacional que sigue siendo extorsivo, representa un desafío de proporciones.

Elevar la tasa de inversión industrial induciendo una baja tasa de ganancia en sectores extractivos, reformando en sentido progresivo la tributación para que industrializar no sea más caro que exportar y para que importar no sea más barato que producir para el mercado interno, y evitar así una presión inflacionaria estructural, enfrenta órdenes del centro que no han cambiado. Las que diera Kissinger contra Allende son las mismas que se dieron contra Chávez: desinvertir hasta que los índices económicos empeoren en toda la línea. Lo es también agitar la cesación de pagos con que la derecha del Congreso amenaza no sólo a Obama. Por lo cual, la pregunta no es si los Estados Unidos desean volver a la relación hegemónica de la posguerra. Ello supondría la vuelta a la intervención estatal y a las regulaciones públicas, en base a movilizaciones populares que ni en Estados Unidos ni Europa se han insinuado aún con fuerza, y cuyas expresiones electorales son o pueden ser fácilmente solapadas por partidos que ocupan la media electoral.

La metamorfosis del dominio norteamericano no supondrá necesariamente su declive como teme la derecha o desea la izquierda. Ambas subestiman su capacidad de estabilizarse a costa del resto del mundo y de reordenar la sociedad mundial, utilizando la crisis del capital, esta vez la de su sobredimensionamiento financiero, en su favor.

En la Argentina, como en otros países sudamericanos, cuando el miedo se perdió, porque los males públicos presentes que aparejaba el desempleo no podían ser ya peores a los del pasado inflacionario, la movilización popular impulsó, desde el primer cutralcazo, una transición del chantaje a la hegemonía, completada como forma de gobierno en 2003. La pregunta es, entonces, si esto mismo no estará ocurriendo a escala global, es decir, siendo que el presente ya no puede ser peor que el pasado y que la amenaza se ha tornado inverosímil, los vasallos no han comenzado a coaligarse contra el señoreaje. La adhesión de organismos y países, de líderes y expertos, que ha recibido la Argentina frente a los buitres, ¿no es un indicio multilateral que anticipa la misma transición en el plano internacional?.

* Politólogo, investigador del Conicet.

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