Dom 06.03.2016
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Otra vez...

› Por Claudia Danani y Susana Hintze *

El 15 de febrero se conocieron declaraciones del director ejecutivo de la Anses, Emilio Basavilbaso, planteando la necesidad de “pensar” una nueva ley jubilatoria que “contemple un haber mínimo lo más universal posible” y que además “tenga una parte contributiva”. Aunque aclaró que es una iniciativa para desarrollar a largo plazo, sostuvo su necesidad en que “es injusto que la gente que contribuye reciba lo mismo que la gente que no contribuye”. En ese marco consideró la posibilidad de establecer “un haber fijo para todos y, por otro lado, un componente adicional que también sea un incentivo para trabajar en blanco y para contribuir, porque si todos los que trabajamos en blanco pagamos parte de nuestro sueldo todos los meses para contribuir al sistema, y luego cobramos lo mismo que alguien que no contribuyó, estamos generando incentivos inversos en el trabajo formal”.

Desde “la crisis” de principios de siglo (que no fue sólo argentina), la mayor parte de los países latinoamericanos se ocupó de resolver el grave problema de desprotección legado por el ciclo de auge neoliberal, que entre los adultos mayores se expresaba en muy bajas coberturas, con creciente presencia de haberes por debajo de la subsistencia.

Esquemáticamente, para extender la protección esas políticas adoptaron tres caminos: la creación de beneficios universales, el subsidio a las cotizaciones y el subsidio a las prestaciones. Cada uno tiene ventajas y desventajas, que es imposible analizar en detalle aquí.

Pero sí podemos decir que Argentina adoptó el camino de las “moratorias”, que había transitado ya en períodos anteriores. La moratoria es un tipo de subsidio a las cotizaciones, que ha tenido la ventaja de ser extraordinariamente efectivo en cumplir el objetivo de poner en marcha una cobertura previsional para una parte muy importante de la franja de edad de 60 a 64 años (principalmente, mujeres). Y lo ha hecho de manera inmediata, y reconociendo el derecho de las personas a la protección.

Este punto es una ventaja distintiva de esta modalidad (subsidio a las cotizaciones) respecto del subsidio a las prestaciones. En el subsidio a las cotizaciones, el Estado concurre en apoyo de quienes no pudieron o no pueden cumplimentar sus aportes, de modo que al final de la vida laboral las personas alcancen un beneficio similar al de quienes sí lo hicieron. En países, como Argentina, con fuerte tradición de “pagar para tener derecho a la jubilación”, esto evita tanto la caída en el desamparo (material) como en la indignidad y el estigma. Dicho de otra manera, se accede al beneficio por la puerta, y no por la ventana. Eso lo diferencia del subsidio a las prestaciones –en el que el Estado paga un mínimo o básico–, que suele pertenecer más a la familia de un “plan para gente mayor” o a una “ayuda para el anciano carenciado”. Es decir, un ingreso en condiciones de inferioridad.

Hasta aquí, en cambio, la moratoria dio lugar a un sujeto de derechos, que al final del camino, en la cola del banco o en la ventanilla de tramitación, está en relativa paridad con quienes han tenido una vida de aportes con menos sobresaltos (es decir, una vida laboral con menos sobresaltos). Al menos todos ellos son titulares de un derecho a la protección, aún cuando los montos sean diferentes, precisamente porque hay un cálculo que se establece a partir de aportes diferentes.

A menudo este punto es subestimado. Sin embargo ¿cuántas veces se oye “está bien que les paguen a los que no aportaron, para que tengan algo, pero no llamen jubilación a eso”? En efecto, en muchos sectores flota el reclamo de “la distinción”, de la separación, de la diferencia explícita (y estigmatizante) entre los que tendrían derechos y los que reciben ayuda. De nuevo: los inferiores.

Un ex funcionario de la década menemista dijo a algunos de nosotros: “la barbaridad de la moratoria no es que hayan pagado a los que no tenían jubilación, eso está bien, hay que darles algo... pero les dieron una jubilación; es decir, les dieron un derecho. ¡Esa gente puede hacer juicio si no les pagás porque estás con un problema de financiamiento!”. En un país con historia de haber descontado el 13 por ciento a empleados estatales y jubilados, la crítica de un funcionario al reconocimiento de un derecho marca un rumbo que evoca las más negras experiencias.

Aportes

Las declaraciones de Basavilbaso, entonces, son preocupantes y son un inquietante anticipo de lo que la actual gestión gubernamental concibe en materia previsional como “corregir lo que está mal y conservar lo que está bien”, lo que fue un lema de campaña. En la Argentina un tercio de los asalariados trabajan en negro, y esa es una parte sustancial de “la gente que no contribuye”, según el director del Anses. ¿Es una decisión individual y voluntaria? Claro que hay comportamientos individuales, por cierto, pero los argentinos ya conocemos cuáles y como son las políticas laborales que parten de la idea de que las personas deciden en libertad e igualdad y deben hacerse cargo de las consecuencias, e inmediatamente olvidan que por cada asalariado “que no aporta” (Basavilbaso dixit) hay un empleador que también “decide” no pagar las cargas, y seguramente tampoco los impuestos correspondientes a la actividad económica y la ganancia respectiva.

Para “conservar lo que está bien y corregir lo que está mal” debe reconocerse que la moratoria no es una panacea, ni fue puesta en marcha de modo ideal. Es cierto que la de 20052007 implicó más de dos millones y medio de nuevos beneficiarios, y que la de 2014, aún en curso, ya ha superado los 600 mil, llevando la cobertura total al 85 por ciento para 6065 años y a alrededor del 91 por ciento para 65 y más. Su principal debilidad es que no resuelve ningún problema estructural: dado que el mayor peso sigue puesto en la historia laboral y contributiva, las condiciones laborales que mencionamos hacen que la efectividad de la moratoria para expandir la protección se agote en las fechas de convocatoria; así, a medida que corre el tiempo, la tasa de cobertura tiende a caer, y es necesario llamar a una nueva moratoria.

Mirado de este modo, “corregir lo que está mal” puede resumirse en dos puntos: el primero es asumir un compromiso público para detectar y obligar a los empleadores que no cumplen con sus obligaciones. ¿No sería la preocupación por esos aspectos más correcta por más completa que comenzar y circunscribir el problema a “quienes contribuyen y quienes no”? Sería una buena señal, por ejemplo, que el Presidente Mauricio Macri instruyera a su ministro de Trabajo para la realización de operativos contra el trabajo en negro, y algo similar contra la evasión impositiva. En el anuncio podría estar acompañado de tantos medios como lo cortejaron en ocasión de los anuncios sobre reducción de retenciones.

Una segunda cuestión que hay que corregir –enfrentar, más bien– es el serio problema de la “tolerancia social” a ese comportamiento de elusión y evasión: dicho directamente, los altos niveles de trabajo en negro que registra la sociedad argentina durante años sólo son posibles por la tolerancia social a esas prácticas. Y algo más, o no sólo tolerancia al fraude laboral: hay algo así como una complicidad antiestatista casi “por principio”, que repite con monotonía que las exigencias estatales (leyes, normas, obligaciones fiscales) avasallan la libertad. Esos argumentos deben ser incansablemente enfrentados en un debate democrático y amplio, pero sin renuncias, pues envenenan la vida social y fortalecen a los ya poderosos, en condiciones de aprovecharse de la ley del más fuerte.

¿Lo que hay que conservar? La búsqueda de la solidaridad y de la suficiencia que han sido discutidas en estos años. Obsérvese que decimos la búsqueda, y no que se haya alcanzado ni una solidaridad, ni haberes plenamente satisfactorios: pero esos pilares deben ser conservados, porque sobre ellos se levantó un sistema de protección cuyos alcances y garantías son mayores y más extendidos que los conocidos previamente.

Para finalizar: las contundentes definiciones que fundamentan lo hasta ahora anunciado por Basavilbaso deben preocupar especialmente a las mujeres y a sus organizaciones, ya que hemos sido mujeres las principales destinatarias de las moratorias. ¿Es que las mujeres deberemos volver a los “viejos” (¿viejos?) planes sociales, precio que hay que pagar por tener las “peores” historias laborales y “no contribuir”? La expresión “haber mínimo lo más universal posible” sugiere ese camino y ese horizonte es para las mujeres. Hasta el nada socializante sistema chileno introdujo mecanismos específicos para ellas (en su caso, en las cuentas individuales).

Indudablemente, hay mucho, mucho por mejorar en el sistema previsional y en el sistema de seguridad social en su conjunto. Pero también hay cuestiones claves por conservar. De lo contrario, podríamos estar a las puertas de un gran retroceso.

* Instituto del Conurbano-Universidad Nacional de General Sarmiento.

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