La bomba de hidrógeno
› Por Julio Nudler
Quieren voltear a Sadam Husein y establecer en Irak un régimen abierto y prooccidental? ¿Pretenden acabar con el poder fundamentalista de los muláhs iraníes y lograr allí una transformación política como la ocurrida en Polonia o la República Checa? ¿Anhelan incluso democratizar Arabia Saudita? El medio para lograrlo, según un enfoque que va extendiéndose entre algunos analistas estadounidenses, no es el burdamente militar que trama George W. Bush sino otro más sutil y único a la larga efectivo: ¡quítenle valor al petróleo! La idea es que, en ese caso, las dictaduras de Oriente Medio perderán su gran instrumento de sostén y dominación, y esas sociedades tendrán que evolucionar como lo hicieran España o Portugal, donde no hay crudo que permita prescindir de la modernización social y económica.
Pero la idea no consiste en abaratar el petróleo a través de una mayor oferta, como la que podría sobrevenir tras la conquista norteamericana de los pozos iraquíes, con la que sueñan Bush y su vice Dick Cheney, sino por una menor demanda. Esta podría reducirse, sobre todo, si se acelerase el final de la era de los combustibles fósiles, desarrollando fuentes alternativas de energía. El hidrógeno surge así como el gran arma geoestratégica para despojar de sus fuentes de sustento al fundamentalismo islámico.
De hecho, las materias primas siempre han representado la fuerza y al mismo tiempo la vulnerabilidad de las economías periféricas. A corto plazo, su valor es fuertemente oscilante. A largo, declina irremisiblemente. Países como la Argentina, que siguen dependiendo de la exportación primaria, o cuanto mucho de insumos indiferenciados, no consiguen desarrollarse. La llave de su prosperidad la manejan quienes regulan la demanda mundial de esos bienes a través de las reglas de juego del comercio, controladas por las potencias industriales. El petróleo, que fue un caso diferente del de los alimentos o los textiles, ahora es el objetivo a voltear.