Dom 26.10.2003
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BUENA MONEDA

El peso de los jubilados

› Por Alfredo Zaiat

La mitad de la población vive en la pobreza. Casi el 40 por ciento de los trabajadores está contratado en negro. La inestabilidad es la característica principal del mercado laboral. La desocupación plena es del 21 por ciento. Alrededor de otro 15 por ciento de la población obtiene ingresos por changas o empleos temporarios entrando en la categoría de subocupado. Y la evasión de aportes es uno de los principales baches del sistema. Si además, debido al aumento en la esperanza de vida de la población, hay cada vez más jubilados que aspiran a un haber en una sociedad donde hay cada vez menos trabajadores que aportan a las cajas previsionales, se arriba a la conclusión de que el régimen está en crisis. ¿O será más adecuado evaluar si no es el propio concepto de previsión tal como se lo conoce el que está en crisis en la actual etapa del desarrollo económico moderno?
En el interesante libro de Daniel Muchnik Las AFJP en el ojo de la tormenta (Grupo Editorial Norma), se resume la evolución de la seguridad social desde las sociedades antiguas hasta la actualidad. Muchnik reseña que, en las economías precapitalistas, la familia o la tribu asumían el deber de cuidar a sus ancianos. Esa solidaridad se extendió luego a los gremios de artesanos y comerciantes que se ocupaban de asistir a sus miembros. Con el desarrollo industrial empieza a plantearse la cuestión previsional, y en una primera etapa, se consideraba que cada obrero debía preocuparse por su futuro ahorrando, objetivo imposible de cumplir cuando se trataba exclusivamente de subsistir. Muchnik precisa que los antecedentes modernos de la seguridad social se remontan a 1881, en Prusia, siendo el arquitecto del sistema el “canciller de hierro” Otto von Bismarck. Más tarde, para superar la depresión del ‘30 y con el Estado de Bienestar como camino para recuperar la vía de crecimiento luego de la Segunda Guerra Mundial, se avanzó en la idea de un régimen previsional ya no financiado con subsidios estatales sino con aportes de los trabajadores, administrados por una agencia estatal. Los criterios de universalidad y solidaridad fueron dos de los pilares de un esquema que sigue predominando, con matices, en la mayoría de los países desarrollados. Sistema que hoy está tambaleando como lo prueban las reformas, resistidas por la mayoría, que se impulsan en Alemania, Italia y Gran Bretaña. En ciertas naciones de la periferia (Chile y Argentina, entre los más destacados), durante la década del ‘90 se realizó el experimento de un modelo privado de capitalización. Estrategia que también mostró que resulta inservible en la construcción de un nuevo patrón previsional, puesto que sólo contribuyó a derivar ganancias extraordinarias al mundo de las finanzas desde los aportes de los trabajadores.
Ahora bien, ante ese complejo panorama, se presenta necesaria la intervención del Estado en la configuración de un renovado Sistema de Seguridad Social, tarea que no puede ser delegada al mercado y mucho menos a los bancos. Pero también resulta insuficiente levantar las banderas del regreso idílico al régimen de reparto como solución a esa crisis. Ya está probado el fracaso de la capitalización, que sólo puede quedar como optativo para aquellos con ingresos medios y altos, pero por fuera de un modelo jubilatorio universal.
Del mismo modo que cuando se aborda la problemática del empleo en un contexto de elevada desocupación estructural fruto del modelo basado en la valorización financiera, la cuestión previsional debe tomar en cuenta a los millones que están expulsados del sistema. En línea con la estrategia de implementar un salario de inclusión, política superadora de la asistencialista del Plan Jefas y Jefes de Hogar, que actúe de piso para el resto de la economía, un haber previsional también de inclusión para aquellos sin cobertura, financiado con recursos públicos, debería ser el eje del debate.
La principal crítica a esa medida apunta a que actuaría como un factor de desincentivo a la realización de aportes a las cajas previsionales, agudizando aún más su desfinanciamiento. Pero lo que también es cierto es que existe una tendencia estructural a una menor cantidad de activos. Y, por lo tanto, el sistema “formal” de previsión va camino a transformarse en un club de acceso exclusivo. Más aún cuando la ponderada cualidad de solidaridad intergeneracional del régimen de reparto tenía sustento cuando el mercado laboral prometía trabajo estable y permanente y los 30 años de aportes para cotizar un haber no eran una quimera. Ahora, esa exigencia se presenta como una ilusión en una sociedad globalizada y donde se discute el “fin del trabajo” tal como todavía está presente en la conciencia colectiva.
Cuando se acomete, entonces, una reforma previsional para dejar atrás el engendro creado por Domingo Cavallo, en 1994, con el consentimiento de la comunidad financiera, de la mayoría de los políticos y el establishment empresario, el Estado tiene que asumir un rol central si lo que se busca es un régimen de inclusión previsional. Ese modelo debería ofrecer haberes proporcionales a los aportes realizados y cobertura universal para aquellos sin jubilación y pensión. Para ello se requiere un debate franco para que la sociedad, además de financiar un esquema de reparto que se sabe insuficiente, asuma que deberá aportar vía impuestos para financiar un modelo imprescindiblemente solidario.
Frente a esa realidad compleja, aparece tan absurdo el cacareo de los ejecutivos de las AFJP reclamando, primero, la dolarización de sus bonos y, luego, un trato especial para el default. O, en todo caso, refleja que no entienden nada de la cuestión previsional y sólo se preocupan en cuidar su negocio, que no es otra cosa que un régimen de imprevisión social.

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