BUENA MONEDA
El salario existe
› Por Alfredo Zaiat
“Ellos lo hacen, ellos luego lo explican, también ellos lo autocritican y, finalmente, entre ellos se elogian”, se indignaba un hombre muy cercano a Roberto Lavagna mostrando la carátula del informe de la oficina “independiente” del Fondo sobre la crisis argentina. Se refería al agradecimiento de los autores de ese documento al consultor de la city Miguel Angel Broda. También revelan esa preferencia intelectual los economistas del FMI en el reciente paper sobre el sistema financiero argentino en el período 1995-2000, en el cual destacan la colaboración de Alejandro Henke, economista que desembarcó en el Banco Central de la mano del CEMA, cuando ese centro de estudios neoliberal manejaba las riendas de la economía con Roque Fernández en el ministerio y Pedro Pou en la entidad monetaria. Ahora, cuando se empieza a discutir la cuestión salarial, aparecen otra vez esos profetas de la flexibilización laboral advirtiendo sobre los riesgos de mejorar el ingreso de los trabajadores. Hablan del peligro de una merma en la productividad como si ésta no hubiese crecido en forma sostenida en estos dos últimos años sin que esa mejora se haya derramado a salarios. Afirman que con un tipo de cambio elevado los salarios serán bajos, como si ese tema los desvelara pero que revela que siguen con la obsesión de la dolarización y sólo pueden analizar las variables pensando en verde y no en función del poder adquisitivo doméstico. Aseguran que existen riesgos de inflación con subas salariales cuando esa vinculación no se verificó desde la salida de la convertibilidad. Y, por último, no podía estar ausente la advertencia de que de esa forma se desalientan las inversiones.
No es poco importante apuntar esas ideas porque aparecerán con intensidad en momentos que, por primera vez en más de diez años, la discusión del salario ocupa un lugar relevante en el debate económico. Y esa discusión no es para bajarlos en el sector privado, como lo hizo Aluar a comienzos de los ‘90 gatillando así una dinámica de poda de ingresos en el resto de las empresas, con el entonces titular de la UIA, Jorge Blanco Villegas, actuando de impulsor entusiasta de esa política. Ni tampoco es para reducir los sueldos de los empleados públicos, como lo hicieron José Luis Machinea y Domingo Cavallo. Resucitando de la tumba en la que quisieron enterrarla, la cuestión de la retribución a los trabajadores va recuperando su lugar. Aunque para muchos les parezca una molesta novedad, el salario existe.
De todos modos hablar hoy del salario no es lo mismo que cuando se discutían paritarias en los ‘70, ni cuando la inflación mordía aceleradamente los ajustes de ingresos en los ‘80, ni cuando retrocedió la capacidad de negociación de los trabajadores, por complicidad de la dirigencia gremial como de la presión que ejercía el ejército de desocupados, en los ‘90. En cada uno de esos momentos, coronado por una traumática crisis, los niveles salariales quedaron por debajo de los que existían previamente. Esto significa que los ingresos, luego de producido el rebote de la economía, no lograron recuperar lo perdido. Hoy el mercado laboral no es el que era, con pronunciada precariedad, extendida informalidad, no pocos sobreocupados, elevado desempleo, escasez de mano de obra calificada y retribuciones miserables. Por lo tanto, la política de ingresos no puede limitarse a definir el salario mínimo vital y móvil, como aspira la parte empresaria. Varios de sus integrantes todavía mantienen el reaccionario argumento de que “trabajo hay, pero la gente no quiere trabajar”, al tiempo que ofrecen monedas de salarios.
Hasta ahora el Estado, con poca audacia o en la forma en que pudo, según como se mire, ha intervenido para que el aumento de la productividad traducido en ganancias crecientes fluya, al menos un poco, hacia los trabajadores en relación de dependencia vía sumas fijas no remunerativas, luego incorporadas al salario. También buscó una cobertura para los que estaban fuera del circuito del empleo a través del Plan Jefas y Jefes de Hogar. Pero se sabe, una y otra política, más allá de los pijoteros montos de esas asignaciones, no son suficientes para responder a las demandas del complejo mundo laboral. El Estado tiene que ir impulsando una batería de iniciativas que vayan dando respuesta a las diferentes particularidades que existen en el mercado de trabajo.
En ese proceso el Gobierno estará interesado en remarcar las comparaciones de niveles salariales considerando el 2002 como año base. De esa forma, los aumentos que ya se concretaron y los que vendrán reflejarán una recuperación del poder adquisitivo. Así lo indica, por ejemplo, el último informe económico del Banco Central, al destacar que los salarios pagados en el sector privado formal “prácticamente recuperaron el poder adquisitivo que tenían antes de la salida del tipo de cambio fijo”. No sucedió lo mismo para los trabajadores informales y del sector público. Pero además de esa diferenciación, no se debe perder de vista que la pérdida de participación del asalariado en la distribución del ingreso ha retrocedido sostenidamente en los últimos treinta años. Es cierto que en uno no se puede saldar esa injusticia, pero de pícaros sería ignorarla.