Dom 27.02.2005
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BUENA MONEDA

La política de la hamburguesa

› Por Alfredo Zaiat

El escándalo de las narcovalijas no es síntoma de que “no hay Estado”, como se repite en estos días y, con una caradurez insólita, por aquellos que alentaron, aplaudieron y trabajaron para desmantelarlo. Es la prueba más clara de la presencia de un Estado que, por las razones que fueran, ha facilitado el desarrollo de territorios de corrupción, delitos y negocios fáciles y turbios. Para que la desorientación no sea el rumbo vale tener en cuenta que tanto en los noventa como ahora el “Estado existe”. La cuestión pasa por ver cómo éste interviene en los principales ámbitos que importan a la sociedad. Y fundamentalmente a quiénes beneficia.
Las privatizaciones de empresas públicas son presentadas como el ejemplo paradigmático del retroceso del Estado. Pero la enajenación de esos activos no implicó su desaparición en los sectores que pasaron a ser controlados por compañías extranjeras en condiciones monopólicas como cuando estaban bajo la órbita pública. Por el contrario, la (no) regulación en esas áreas sensibles fue la forma de intervención del Estado, con una presencia tan influyente en la población como cuando manejaba esos servicios. Esto fue así porque si antes era casi imposible conseguir una línea de teléfono, después era difícil poder pagar su mantenimiento y el consumo en las zonas que alcanzaba la red. Muchas poblaciones alejadas de los centros urbanos no fueron atendidas por las telefónicas porque no eran rentables.
En este último caso como en muchos otros, dejar hacer, no obligar a cumplir los compromisos, facilitar la obtención de ganancias extraordinarias, no controlar, esquivar castigos por deficiencias en el servicio, permitir relaciones promiscuas de funcionarios y empresas son las formas que asumió la presencia del Estado.
Se confunde la existencia o ausencia del Estado a si el sector público maneja o controla una compañía de servicios. Su presencia en la sociedad excede a la de ser propietario de una empresa pública. El Estado siempre está presente, ya sea por acción o por omisión, y lo prueba el escándalo de Ezeiza: la Fuerza Aérea ocultando información y encubriendo a oficiales superiores, la ex Policía Aeronáutica –dependiente de esa fuerza– con, por lo menos, deficiencias en el control, la Aduana que pasan los años y sigue siendo un queso gruyère, la Secretaría de Transporte con la responsabilidad de gestión del acuerdo Southern Winds-Lafsa, y sigue en los organismos de inteligencia, la empresa que administra los aeropuertos, las policías, la Justicia.
El debate que convoca ahora las narcovalijas o antes Cromañón, como así también que amplios sectores del conurbano carezcan de agua potable y cloacas o provincias enteras no tengan gas en red, refiere a qué clase y calidad de Estado la sociedad merece y, a la vez, reclama.
La política aerocomercial, por ejemplo, es mucho más que otorgar rutas y frecuencias a las líneas aéreas y tiene poco que ver con un seguro de desempleo privilegiado para trabajadores de empresas quebradas (Lapa y Dinar). La reacción inmediata de convocar a un proceso de privatización de Lafsa debido al escándalo del tráfico de droga a través de Southern Winds se parece más a querer sacarse de encima el problema que a buscar respuestas a la demanda de un mejor Estado.
En su momento, el Gobierno pudo haber evaluado que no quería tener conflictos laborales de proporciones, como los que pueden generar los cinco gremios aeronáuticos, más que asumir una política activa en un mercado estratégico para el desarrollo de un país, como el aerocomercial. Esa especulación es mezquina ante la oportunidad que se le ha presentado al Estado para recuperar funciones elementales que el fundamentalismo de los ‘90 trató de convencer que son innecesarias y perjudiciales para la sociedad. Esto es la intervención, como lo hacen todos los estados de países desarrollados, en sectores sensibles para el interés general.
La crisis de Lapa y Dinar ofreció el atajo para que el Estado vuelva a participar de la regulación y ordenamiento del transporte aerocomercial.Sería una picardía que el escándalo SW clausure esa vía apurando una privatización de Lafsa solamente para descomprimir una crisis. Roberto Lavagna piensa que Lafsa no es un proyecto que tenga sentido, pero uno de sus más cercanos colaboradores también lo escuchó decir que el tráfico de drogas no tiene nada que ver con la existencia de esa compañía aérea estatal. El ministro no está de acuerdo con que el Estado maneje un híbrido, como define a Lafsa: trabajadores prestados a Southern Winds, otros que no hacen nada, detentar como activo quince rutas nacionales pero sin tener flota. Ese extraño cuadro Lavagna lo considera como la política de la hamburguesa, que consiste en poner un poco de todo, mezclar y hacer carne picada.
En esa línea de razonamiento el destino de Lafsa no debería ser otro que la privatización. Pero, de esa forma, la ineficiencia en la capacidad de generar una política para el sector reflejaría que no se pudo o no se quiso superar la etapa de “la hamburguesa”. Al quedar Lafsa como un seguro de desempleo privilegiado para algunos y para otros ser empleados prestados sin costo a Southern Winds, se ha desaprovechado una oportunidad. Esta consistía en recuperar un instrumento (una línea estatal) para poder ejercer una política aérea de integración territorial y de comunicación regional e internacional. Del mismo modo que los ferrocarriles fueron una herramienta esencial de incorporar pueblos alejados en un país con el corazón y la cabeza económica en Buenos Aires, una línea aérea pública también ha cumplido esa misma función. El marketinero e irreflexivo discurso “ramal que para, ramal que cierra” sumado al irregular proceso de privatización de Aerolíneas Argentinas provocaron el desmantelamiento de una red de transporte de integración territorial.
Resulta indispensable en un país con la extensión de la Argentina, con los variados accidentes geográficos, con el carácter insular de una provincia, como Tierra del Fuego, poseer un servicio aerocomercial estatal para evitar la desconexión de regiones y el alumbramiento de pueblos fantasma. Es muy probable que hoy el Estado no pueda ganar plata administrando una compañía aérea, dada la crisis que aquí y a nivel internacional está padeciendo esa actividad. Pero no hay país que pretenda tener un grado de desarrollo aceptable y de comunicación con el resto del mundo que no defienda su participación en el mercado aéreo. Además no hay país que permita que sus líneas aéreas designadas para ejercer sus derechos de tráfico estén en manos extranjeras en la elevada proporción en que están en la Argentina.
Hasta el momento, que el Estado se haya involucrado en ese sector estratégico de desarrollo no ha implicado que haya asumido ese papel que tiene asignado, limitándose momentáneamente a resolver un conflicto laboral. Es una lástima que se haya dedicado a preparar la hamburguesa para que, finalmente, se la coma otro.

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