BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
La inflación, en la Argentina, es un tema también esencialmente político. La experiencia del Rodrigazo, luego la de los años de elevada inflación de los ochenta y las traumáticas híper del ‘89 de Alfonsín y del ‘90 de Menem han marcado con fuego la conciencia colectiva. El alza de precios genera inmediatos mecanismos defensivos de la sociedad que ponen en aprietos a los gobiernos. La inflación debilita al poder político hasta llegar a barrer con administraciones, como saben los radicales. Sólo así se puede empezar a entender la sobrerreacción del gobierno de Kirchner ante la aceleración en el alza de precios de bienes claves de la canasta básica. Más aún teniendo en cuenta la aspiración de ser plebiscitado en los próximos comicios de octubre. El riesgo, de todos modos, no es poco si para detener un previsible comportamiento de precios ante la determinada estructura de la economía argentina se aplica una receta ortodoxa con ciertos ingredientes de heterodoxia. El peligro radica en que el problema de la inflación mude a uno de desaceleración rápida del crecimiento. Por antecedentes se sabe que una inflación elevada no permite ganar elecciones. Pero también está probado que una economía creciendo poco o nada no ayuda a pasar con éxito el test de las urnas. Además el particular comportamiento de la economía argentina –que no está acostumbrada a navegar en aguas apacibles–, enseña que ésta vuela sin escala del crecimiento record a la recesión, y viceversa.
Más allá de cuestiones coyunturales, la presente inflación tiene su origen en la culminación del proceso de rebote luego de padecer una brutal crisis económica. Tras la devaluación, la recuperación estuvo liderada por las exportaciones (hasta el tercer trimestre de 2002). Luego tomó la delantera el consumo (hasta el mismo período de 2003). Y finalmente empujó la inversión junto al consumo desde el cuarto trimestre de ese año. Esa secuencia ha sido la clásica resurrección argentina luego de una hecatombe. Y ese recorrido –si se bucea en los archivos– encontrará a Roberto Lavagna destacando a los motores que en cada uno de esos momentos impulsaban el crecimiento. Ahora ha llegado el momento de la definición de cuál de esos tres propulsores se privilegiará, ya no para el rebote, sino para generar las bases de un crecimiento sostenido. Y su elección determinará qué clase de inflación se tendrá.
Si se coincide con que el actual repunte de precios no tiene que ver con la demanda (o sea, salarios o gasto público), y sí con la oferta (es decir, deficiencia en la provisión de bienes y servicios al mercado y, por lo tanto, ajustes en los márgenes de comercialización), la inversión pasa a jugar un papel clave. En un didáctico documento del Cefim –Centro de Estudios Financieros del IMFC–, elaborado por Rodrigo López, se destaca que la inversión es la huella dactilar de una economía. Esa marca “tiene en sí buena parte de la información que caracteriza su presente y futuro”.
No toda inversión tiene la misma calidad en función a su impacto de corto y largo plazo en la economía. Existe una idea arraigada de que la inversión extranjera es la mejor, a la que todo país debe aspirar para ser exitoso y a la que sin dudar hay que seducir con señales de seguridad jurídica y con “reformas estructurales”. Sin embargo, pese a ese consenso que se impuso en las últimas décadas, ese origen de la inversión no resulta el más conveniente –lo que no significa que haya que rechazarla– para una economía altamente endeudada, debido a la presión que ella ejerce sobre la balanza de pagos. En un primer momento el ingreso de capitales colabora para disminuir la brecha externa, pero ese alivio es pan para hoy y hambre para mañana. Por caso, la balanza de pagos del año pasado contabilizó un giro por la friolera de 2342 millones de dólares en concepto de utilidades y dividendos pagados a accionistas extranjeros. Transferencias que se dieron en esa magnitud pese a que en esta salida de la crisis –debido al default– la Inversión Extranjera Directa (IED) fue escasa, ocupando el lugar estelar la privada local. Sin embargo, López destaca que también hay que tener en cuenta el origen de los bienes de capital de las inversiones. “Es decir, una cosa es quién efectúa la inversión, y otra es ver de dónde se obtiene el bien físico con el cual se llevará a cabo la inversión.” Por ejemplo, una empresa nacional puede desarrollar una inversión comprando la maquinaria necesaria en el país o en el exterior. De acuerdo con informes del Indec, la inversión de origen nacional de Maquinaria y Equipo descendió del 66,4 al 47,0 por ciento desde el primer trimestre de 2003 al tercero de 2004. “O sea, si bien la economía argentina está creciendo, aunque no entren fuertes flujos de IED –indica López–, las empresas locales están necesitando maquinarias que se traen del exterior.” El autor de esa investigación apunta que el crecimiento basado en maquinarias importadas trae dos problemas que confluyen en una mayor dependencia económica: aumenta la demanda de divisas, lo cual ejerce mayor presión sobre la balanza de pagos, a la vez que se corre el riesgo de que los países desarrollados intervengan en la especialización productiva del país.
Como habrá notado un lector atento, todavía no ha sido mencionado uno de los componentes relevantes de la inversión, que es la de origen pública. Lo que sucede es que ese tipo de inversión ha tenido poca presencia en el total. En la práctica, durante la última década, ha habido un desplazamiento de la inversión pública por la privada. López estima que en ese período su participación en el PIB fue de apenas 1,4 por ciento, mientras que la privada alcanzó el 16,5. En los ‘80, esa relación era inversa. Más allá de las intenciones, el Gobierno todavía no ha utilizado la inversión pública como herramienta fundamental para liderar el crecimiento. López menciona que “sin necesidad de profundizar en los fundamentos teóricos de la inversión pública, diremos que el Estado puede soportar los altos ‘costos hundidos’ que requieren algunas inversiones para volverse rentables en términos económicos luego de varios períodos”. Y el especialista recuerda que la falta de inversión pública ocasionó un deterioro en la infraestructura productiva básica, lo cual redunda en menor productividad de la economía en su conjunto. “Por lo tanto –concluye–, la inversión pública lejos de ser antagónica con la privada, es su complemento necesario.”
Para que la inflación no tape el bosque, el Gobierno tiene que empezar a definir qué huella dactilar marcará su estrategia económica. Esa marca determinará la suerte que tendrá con la inflación. O, lo que es lo mismo, con su destino.
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