BUENA MONEDA › BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
Editor Jefe de Cash / Página/12
Los aumentos de salarios no son culpables de la inflación. Es una imprescindible tarea higiénica reiterarlo frente a afirmaciones que son una burla al sentido común. Como en muchas situaciones de la vida, es más fácil cargar sobre el eslabón más débil que tratar de apuntar al nudo de la cuestión. Resulta absurdo sostener que la mejora de ingresos de castigados y postergados trabajadores es la causa del alza de precios. Y, si se trata de enviar un mensaje a los empresarios para inhibirlos de ajustar salarios, es una estrategia que provoca indigestión. Las expectativas inflacionarias se pueden manejar distorsionando la realidad, pero las consecuencias serán más devastadoras que un índice de precios ubicado un escalón por encima del previsto. Equivocar el diagnóstico conduce irremediablemente a políticas desorientadas, cuyo destino no es otro que el fracaso. Entonces, vale repetirlo: los aumentos de salarios no son culpables de la inflación. Roberto Lavagna podría en este caso contribuir, como lo ha hecho en otros frentes, a la tarea de evitar que la confusión sea lo predominante en el discurso económico.
La discusión salarial aparece en momentos de alza puntual de ciertos precios, en un reacomodamiento tardío pero previsible luego de una violenta devaluación. Frenar la necesaria recomposición de ingresos no detendrá ese ajuste de precios. Lo que sí determinará será el congelamiento o el retroceso de lo que hoy se presenta como el principal desafío del Gobierno, que consiste en alterar la regresiva distribución del ingreso. Es decir, cómo se asigna la riqueza generada por la sociedad entre los asalariados y el sector empresario. Un indicador relevante para medirlo es la participación de la masa salarial total en el ingreso susceptible de ser distribuido. Lamentablemente, “en nuestro país desde mediados de la década del ‘70, el análisis de la distribución funcional del ingreso ha sido relegado a un segundo plano, hasta prácticamente desaparecer en los ‘90”, explica Javier Lindenboim, director del Centro de Estudios sobre Población, Empleo y Desarrollo, dependiente del Instituto de Investigaciones Económica de la Facultad de Ciencias Económica (UBA).
En un reciente documento (Distribución funcional del ingreso en la Argentina. Ayer y hoy), elaborado por Lindenboim junto a Juan Graña y Damián Kennedy, se precisa que en los últimos años el análisis acerca de la apropiación de la riqueza se ha centrado en el ingreso personal. De esa forma, la distribución del producto de una sociedad “presenta un carácter genérico, independiente de la forma de organización social de la producción”. Como desafío, esa troika de economistas provoca al afirmar que “en las sociedades modernas, la discusión sobre la manera en que sus miembros se ven beneficiados por el esfuerzo colectivo suele ocupar un lugar privilegiado”. Resulta una buena oportunidad, por lo tanto, que con la falsa asociación de la inflación a aumentos de salarios habilitar un debate más profundo que el índice mensual de precios al consumidor.
El último trabajo oficial que permite una investigación integral de la manera en que se reparte el producto social es el del Banco Central de 1975. En ese año se publicó el Sistema de Cuentas del Producto e Ingresos de la Argentina, que abarcó el período 1950-1973. “A nuestro juicio –escribieron esos investigadores–, las profundas modificaciones sufridas por la sociedad argentina a partir de mediados de los años ‘70, originadas en el cambio del modelo de acumulación de capital, probablemente estén en el centro de la ausencia de información y de debate acerca de este tema en las décadas pasadas.” Y agregaron que “dichos cambios se sustentan en la reversión del proceso de industrialización por sustitución de importaciones y su transformación en otro en el cual la inserción del país en el mercado internacional se realiza a través de la especialización en sus ventajas comparativas con centro en la valorización financiera”.
En base a ese remoto estudio del BCRA, y de otros realizados con diferentes metodologías en ámbitos oficiales y privados para los años siguientes, Lindemboin-Graña-Kennedy concluyen que lo que se desprende de esa información “es que la tendencia de largo plazo es marcadamente descendente, evolución que se acelera de manera abupta en los ‘90”. Esa evolución –destacan esos investigadores– no puede explicarse, como muchos sostienen, por un cambio en la estructura ocupacional, debido a que la tasa de asalarización se ha mantenido prácticamente constante y en un nivel muy elevado: alrededor del 70 al 75 por ciento de los ocupados.
De cada uno de esos documentos de investigación, abarcando diferentes períodos, se desprende que la situación final es peor que la inicial en términos de participación salarial. Como se sabe, en los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón se presenta la distribución más favorable a los asalariados, cuando el porcentaje de apropiación fue del hoy increíble 50,84 por ciento en 1954. Si politólogos, economistas, sociólogos y otros profesionales que todavía siguen preguntándose las razones de la perdurabilidad del peronismo y del recuerdo a su líder, además de otras valiosas consideraciones, deberían partir para encontrar una respuesta en esa igualitaria forma de reparto de la riqueza. Lo mismo vale para los políticos y funcionarios que en la actualidad aspiran a tener un lugar agradable y no despreciado en la historia. Hoy, luego de la “desbocada puja salarial”, según el titular de la UIA, Héctor Méndez, la masa salarial representa apenas el 24 por ciento de la apropiación total de la riqueza generada por la sociedad.
Esa provocación de Méndez permite avanzar en un análisis que se deriva de esa desigual distribución de la riqueza. Si los trabajadores perdieron la mitad de participación en la apropiación del ingreso, la lógica indica que la otra parte la aumentó (lo que se denomina el superávit bruto de explotación). Lindemboin-Graña-Kennedy indican que “dicho superávit se supone que constituye el sustento de la inversión productiva, la cual abre los cauces para el crecimiento económico”. Al respecto, en un exhaustivo análisis de la evolución de la inversión bruta interna fija, esos especialistas concluyen que el sistemático incremento de ese superávit no se destinó a ampliar la escala de producción. En cambio, “una parte quizá significativa de las ganancias –destacan– se ha dirigido a satisfacer el consumo de los empresarios y sus familias”.
El reiterado argumento del peligro de aumentar salarios para no desalentar las inversiones o de la necesidad de facilitar la ganancia empresaria para impulsar el crecimiento queda descolocado ante esa experiencia de las últimas décadas: los excedentes fruto de la pérdida de participación de los trabajadores en la riqueza no se volcaron en inversiones. Así, sin ampliar la escala de producción, los empresarios ajustan por precios y no por cantidades. O sea, el excedente no lo destinan a inversiones, engordando ese superávit vía apropiación de ingresos con aumentos de precios.
Una mirada sin mezquindades políticas e ideológicas definirá que el problema principal no es la inflación ni, obviamente, los ajustes de salarios sino cómo se reconstruye una sociedad que supo ser la más equitativa de Latinoamérica.
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