BUENA MONEDA › BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Las traumáticas crisis de las últimas décadas, con violentos cambios de reglas de juego y una enorme volatilidad macroeconómica, explican, en parte, la deficiencia que manifiesta la mayoría de los empresarios y gurúes para percibir cuál es la tendencia de la economía. Existen, por cierto, cuestiones políticas que, en algunos casos en forma consciente y en otros pocos por ignorancia, no les permiten comprender el actual proceso económico. Es un rasgo distintivo de los integrantes de la corriente ortodoxa, que en muchas ocasiones hacen sospechar que más que discutir economía están hablando de negocios sectoriales. Parece que su discurso tiene que ver con la billetera de ciertas fracciones del poder económico, de donde reciben algunas monedas para financiar sus respectivas consultoras. Muchos de los empresarios, ya sea por la deformación de conciencias que significó la lógica financiera de los últimos treinta años, o por respetables anteojeras ideológicas o porque dejaron de ser mimados por el poder de turno, asumen una posición militante no pública contra la política económica. Y es paradójico: el actual modelo les permite a casi todos tener elevadísimas tasas de ganancias. Puede ser que no tan elevadas como quisieran o pudieran si no existiera la moderada intervención del Estado, vía retenciones, acuerdos conversados de precios o semicongelamiento de tarifas. Pero la rentabilidad que están contabilizando está siendo, en lenguaje moderado, considerable.
La ministra de Economía, Felisa Miceli, que es vista por el establishment como un representante de “izquierda”, afirmó en el Consejo de las Américas –que reúne las multinacionales estadounidenses– que “el superávit fiscal no es una variables de ajuste. Es una meta, un objetivo, es parte medular del modelo económico”. Es lo mismo que esas compañías y sus voceros pregonaron durante años, y ni Cavallo, ni Roque Fernández, ni Machinea y ni López Murphy, con quienes se sentían más o menos identificados, pudieron cumplirlo. O, cuando lo intentaron, provocaron profundos descalabros que, finalmente, terminaron por afectar la tasa de utilidad de sus respectivas actividades. Además, ese superávit tiene destino a cumplir con los vencimientos de la deuda, escenario inmejorable para la city. Los datos son contundentes: en el período 2002-2005, los pagos netos de deuda ascendieron a 57.338,6 millones de pesos, mientras que el superávit fiscal primario fue de 45.659,1 millones. Ese monto transferido equivale a unos 19.100 millones de dólares, al que hay que sumarle los casi 10 mil millones girados al Fondo Monetario Internacional y unos 5 mil que se llevan cancelados en lo que va del año (la semana pasada se pagó 2350 millones de Boden 2012). No hubo gobierno en la historia argentina reciente que haya pagado tanto en tan poco tiempo a los acreedores, al tiempo que tampoco hubo uno que haya realizado una quita de deuda tan impresionante como la que resultó de la renegociación de la deuda en default. Estrategia de desendeudamiento controvertida como funcional para el fortalecimiento del actual modelo.
Esa política es la expresión más acabada de la actual administración. Paga deuda como nunca y define una quita de la deuda como nunca; diseña un modelo para que las empresas ganen como nunca e interviene como hace años no se registraba en el funcionamiento de la economía. La incapacidad de entender esa tendencia de un modelo que aspira a recibirse de neodesarrollista o la especulación política de ver un cambio de mando de signo neoliberal en la Casa Rosada es lo que genera debates económicos absurdos desde la ortodoxia. Cada tanto, con el cambio de estación, van mudando la moda. En un momento dicen que hay que dejar caer el tipo de cambio para descomprimir las tensiones inflacionarias, que puede ser correcto en la teoría pero que es poco efectivo si no toma en cuenta la estructura de oligopolios y formadores de precios de la economía argentina. Cuando esa prédica va perdiendo fuerza aparece la moda referida a que hay que desacelerar el ritmo de crecimiento porque la economía está avanzando por encima de su potencial y, entonces, recomiendan la suba de la tasa de interés para evitar presiones sobre los precios. Ante las cifras de crecimiento de la inversión, que extiende la frontera productiva, y el retroceso de los índices de inflación, surge entonces el último hit de los gurúes de la city: la inflación “reprimida”.
Si existe un índice que está contenido significa que hay uno que es “verdadero”. Y otra vez vuelven a patinar con ese desvarío. No se verifican represiones en la cadena de formación de precios que adelantan explosiones, sino que lo que hay son intervenciones estatales para desactivar expectativas inflacionarias, que, por cierto, son exitosas. Los acuerdos pactados por el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, son más para la tribuna que una herramienta que afecta las ganancias de las empresas. La canasta alcanzada por esos acuerdos es la que releva el Indec, pero las compañías realizan ajustes en los bienes no incluidos en esa cesta. O sea, los acuerdos juegan en las expectativas inflacionarias y no tanto en las utilidades empresarias. Más importante que esos convenios para registrar un índice moderado son las retenciones, herramienta que disciplina los precios internos desconectándolos de los de exportación. Y el semicongelamiento de las tarifas de los servicios públicos.
Ese último rubro es el único que tiene cierta complejidad en términos económicos, no políticos. La cuestión más polémica es la inmovilidad de las tarifas de agua, luz y gas para los usuarios residenciales con ingresos medios y altos. Ese congelamiento tiene impacto en inversiones privadas en esos sectores y en la distribución de ingresos, puesto que el Estado destina recursos para subsidiar los precios de esos servicios que recibe una población con capacidad para pagar más. Aquí juega un poco el tema de las expectativas inflacionarias, pero si éstas ya fueron desactivadas lo que predomina es el factor político: un ajuste –sin afectar las tarifas de los de menos recursos– impactaría en la clase media, sector sensible al Gobierno tanto por su influencia en el ámbito de la opinión mediatizada como también por su peso en el terreno electoral.
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