Domingo, 17 de junio de 2007 | Hoy
BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
En el análisis económico muchas veces no se relacionan diferentes acontecimientos que se van sucediendo, perdiendo así la posibilidad de abordar la complejidad de la realidad. Algunos prefieren destacar solamente las cosas buenas y otros optan por resaltar las malas. Como se sabe, existen matices entre ese blanco y ese negro en los colores de la economía. Para comprender la dinámica de un determinado proceso se requiere desatenderse por un momento de los discursos que tienen que ver con defensa de intereses corporativos. En la última semana se difundieron dos aspectos relevantes del presente panorama de la economía, una negativa y otra positiva. Concentrar la atención en uno solo de ellos lleva a construir un escenario equivocado. En los hechos, esas dos noticias son caras de una misma moneda. Una y otra están vinculadas en forma directa. Se trata de las restricciones de abastecimiento de ciertos productos como el gasoil, el gas, GNC y los lácteos, y el crecimiento del Producto del primer trimestre que mostró un ritmo del 8 por ciento.
Más allá de cuestiones puntuales de cada sector, en los lácteos, el impacto de las lluvias que inundaron los campos de gran parte de la cuenca lechera y el alza de las exportaciones, y en el gasoil, la demanda creciente por una cosecha record y las deficiencias en la capacidad de las refinerías locales, las tensiones que se están registrando en casi todos los mercados revelan los actuales límites que expone el modelo capitalista en la Argentina. No es solamente por las señales que debería enviar el Gobierno de certidumbre sobre el rumbo económico ni de que el sector privado visualice condiciones para la inversión de mediano plazo. Unos y otros verbalizan cuáles son sus objetivos y aspiraciones, y da la impresión de que trabaja en ese sentido. Sin embargo, más allá de las muchas intenciones y no tantas realizaciones, el nudo del problema es que aún no se ha podido consolidar un “contrato económico” que, al igual que otros como el “político” y el “social”, está todavía en reconstrucción –-con diagnóstico reservado– luego de la sucesión de desequilibrios de los últimos treinta años que tuvo su máxima expresión en la violenta y profunda crisis de 2001.
A diferencia de otras experiencias en la región, que también han padecido fuertes crisis financieras con impactos devastadores en el tejido social, el contrato económico en esos países ha podido sobrevivir en mejores condiciones. Por ejemplo, en Brasil, Chile, México y hasta Uruguay, pese a que han sufrido sacudidas como en Argentina, han preservado reglas básicas de funcionamiento del sistema capitalista. El Estado subsidia y otorga financiamiento –con corrupción y amiguismo, como en todos lados– para proyectos que fortalecen el crecimiento; y el sector privado con cierta vocación emprendedora invierte, busca expandirse con más o menos intensidad, pensando en el mercado doméstico y en el externo. Después se manifiesta la puja sectorial, la lucha por el predominio de una u otra corriente de pensamiento y la batalla por la hegemonía política. Pero existe un consenso mínimo para el marco de las reglas sencillas –y brutales– del capitalismo: inversión, ganancias, reinversión, innovación o copia, más trabajos, más ganancias y expansión para avanzar en porciones de mercado a costa de la competencia.
En Argentina eso no pasa. Ese “contrato económico” está roto o, en el mejor de los casos, opera en forma deficiente. La idea predominante es la renta rápida, el capitalismo prebendario, la rapiña de recursos públicos, el oportunismo mezquino. Puede ser que ese comportamiento se explique por más de treinta años de convulsiones periódicas. O por la sucesión de desengaños colectivos que provocaron una fuerte destrucción de riquezas, como la tablita de Martínez de Hoz, el Plan Austral y la Convertibilidad. También puede ser que el país necesite una nueva generación de empresarios –-y también de políticos– para superar los defectos de ésta. O puede ser porque la extranjerización de amplias áreas económicas genera una “ajenidad” de las compañías sobre el destino local y, por lo tanto, sólo les interesa contabilizar súper rentas. En realidad, puede haber muchas otras explicaciones para ese nudo que traba el funcionamiento “virtuoso” del sistema capitalista en Argentina. Pero no deja de ser llamativo ese comportamiento. Por ejemplo, los bancos que estuvieron quebrados, se recuperaron a una velocidad impensada con ayuda del Estado y registran ganancias crecientes con negocios que se están desarrollando, siguen ausentes como actores relevantes de una política de financiamiento al sector productivo. Otro caso: las petroleras con una estructura integrada en el país, que también contabilizan abultadas utilidades y se enfrentan a un mercado en expansión, no invierten lo suficiente ni tienen un proyecto propio de construir una refinería para garantizar el abastecimiento interno. Otros sectores, como el textil, el de alimentos, el de insumos intermedios (acero, aluminio, cemento), acompañan el proceso de crecimiento de atrás. Invierten lo mínimo y necesario para estar por debajo de la demanda potencial, ya sea por conservadores o por no estar convencidos de la duración de este ciclo de bonanza. Por ese motivo se producen cuellos de botella en el abastecimiento, que en ciertos rubros puede ser cubierto por la importación y en otros genera un contexto de escasez que impacta en precios.
Se presenta como una tarea complicada constituir o recrear un “contrato económico” con los actuales agentes sociales. Existen, de todos modos, señales en ese sentido, aunque bastante débiles. Insuficientes para contrarrestar las observaciones, quejas y críticas dominantes en el discurso del sector privado que son, paradójicamente, por las tensiones que se producen por “crecer mucho”, que se revelan como un indicador de que no será sencilla esa misión.
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