EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Libros y energía
El fuego, elemento purificador, libró a Occidente de brujas y libros
heréticos. El papel, en cambio, invento oriental, requiere, para nacer,
la muerte previa del árbol, fuente de oxígeno y de vida. Toda
mala idea se ha esparcido a través del papel. Pero, también, todo
papel muere por el fuego. Una muerte que, empero, mientras se consuma, a 451
grados Fahrenheit, produce energía, necesaria a la vida humana. Papel
y fuego -libros y energía– ¿qué tienen que ver con
la Argentina de hoy? Si decimos “deuda externa” y “falta de
energía”, nos situamos en casa. Un breve recuerdo musical ayudará
a entender adonde voy: en La Boheme, Giacomo Puccini muestra un grupo de bohemios
en dificultades; más allá de sus talentos como pintores, filósofos,
poetas o músicos, no tienen dinero para pagar la renta –entretienen
al casero, sin pagarle– ni combustible para echar a la estufa; Rodolfo,
el poeta, ayuda al grupo rompiendo y echando a la estufa sus escritos, una página
tras otra; cambia poesía por calor, convierte papel en energía.
Rodolfo no hace sino operar un mecanismo de generación energética
utilizado desde la Antigüedad: el incendio de la biblioteca de Alejandría
fue sólo un caso famoso, pero hubo muchos más. El libro es el
objeto ideal para ese fin. Apenas una parte ínfima de los libros existentes
se leen –como atestigua el reciente experimento en la Universidad de La
Plata– por lo que su extinción paulatina no cambiaría a
la sociedad. Y si la desaparición se opera por combustión, sería
un aporte a la falta de recursos energéticos. ¿Cuántos
años nos quedan de petróleo y de gas? 12 y 40 años, más
o menos. ¿Cuántos metros cúbicos de libros no leídos
hay en la Biblioteca Nacional y otras? Usar libros en centrales de combustión
interna –como ya hicimos en la Presidencia de Videla– sin menoscabar
el nivel medio de cultura, aportaría energía largo tiempo. Ya
se está experimentando: el incendio de una escuela fue un ensayo de combustión
de papel, aunque superó la posibilidad de control; recambiar director
en la Biblioteca Nacional permitió demorar las entregas de libros; y
levantar programas de libros en la TV del Estado, como El refugio de la cultura
de Osvaldo Quiroga y Los siete locos (¿por qué no Los lanzallamas?)
de Cristina Mucci, fue habilitarles otro destino: como energía. El lema
del futuro, anticipado visionariamente por el partido de todos, es “garrafas
sí, libros no”.
Paul M. Sweezy
Nació en 1910, un 10 de abril. Si las claves de una vida se hallan en
los acaecimientos a que uno se enfrenta entre los veinte y los cuarenta años,
ello nos lleva al mundo entre 1930 y 1950: la Gran Depresión, la Guerra
Mundial, la Guerra Fría y el macartismo. Hijo de un alto funcionario
del First National Bank de Nueva York, pudo estudiar en Exeter y en Harvard,
adonde se recibió en 1931. En 1932 partió para cumplir un año
de estudios en Londres. La London School of Economics estaba dominada por los
conservadores Robbins y Hayek, pero en las calles se vivía lo peor de
la recesión y no tardaría en llegar Hitler al poder. Allí
su corazón fue ganado por el marxismo. De regreso a Harvard en 1933,
EE.UU. tenía como nuevo presidente a un demócrata, Harvard un
nuevo profesor –Joseph A. Schumpeter– y la ciencia un nuevo tratado,
la Teoría de la competencia monopolista, de E. H. Chamberlin. “En
tales circunstancias –cuenta– asumí una misión en
la vida... hacer todo lo que yo pudiera para hacer del marxismo una parte integral
y respetada de la vida intelectual del país; dicho en otras palabras,
tomar parte en establecer una rama norteamericana del marxismo”. Aunque
conservador y neoclásico, Schumpeter, que preparaba un monumental estudio
sobre las crisis capitalistas y poco después escribiría Capitalismo,
socialismo y democracia, le apoyó en su carrera académica. Completó
su doctorado en 1937, y fue designado instructor en Harvard, hasta 1939, cuando
pasó a profesor adjunto. Este año publicó unartículo
sobre la curva de demanda en el oligopolio, elegido por G. Stigler y K. Boulding
entre los más notables de la teoría de los precios: demostraba
que en el tramo significativo no existía curva de ingreso marginal que
permitiera a una empresa fijar con precisión el punto de máxima
ganancia. En la Guerra Mundial sirvió cuatro años en la Oficina
de Estudios Estratégicos. Al concluir, aún le restaban años
de su contrato en Harvard, pero antes de retomar la docencia renunció
al cargo. En 1942 se había publicado su Teoría del desarrollo
capitalista, cuyo subtítulo “Principios de economía política
marxista” no le auguraba buena relación con el fanático
senador McCarthy. Coetáneo de Sweezy, Paul Baran (1910’64) le acompañó
en algunos trabajos, especialmente en El capitalismo monopolista (1966). Sweezy
murió este 28 de febrero, en su casa de Larchmont, Nueva York, a los
93 años.
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