EL BAúL DE MANUEL
El baúl de Manuel
› Por Manuel Fernández López
Qué nos pasó
En 1949 Raúl Prebisch dio a conocer un documento al que, por su prosa encendida y arrolladora, Celso Furtado llamó “el Manifiesto”. Empezaba así: “La realidad está destruyendo en la América latina aquel pretérito esquema de la división internacional del trabajo que, después de haber adquirido gran vigor en el siglo XIX, seguía prevaleciendo doctrinariamente hasta muy avanzado el presente. En ese esquema a la América latina venía a corresponderle, como parte de la periferia del sistema económico mundial, el papel específico de producir alimentos y materias primas para los grandes centros industriales. No tenía allí cabida la industrialización de los países nuevos”. Don Raúl, que además de economista era excelente escritor, parecía transmitir la idea de que era cosa del pasado la inserción de nuestra economía en el mundo como exportadora de bienes primarios e importadora de manufacturas. Nuestra realidad presente no confirma del todo la visión optimista del célebre secretario de la Cepal, y hoy parecemos haber vuelto a estar inmersos en aquel “pretérito esquema de la división internacional del trabajo”, como si el desarrollo industrial de este país hubiese sido no más que un fenómeno temporario –una suerte de desequilibrio transitorio– que el tiempo se ha encargado de corregir, para devolvernos a la condición “natural” de exportadores de bienes primarios. Eso es cierto, si sólo se toman en cuenta los efectos o resultados. Pues hoy el país es nuevamente una dependencia, pero no de Inglaterra como era en las primeras décadas del siglo 20; exporta bienes primarios, pero no los mismos que vendía en aquellos años; e importa manufacturas que le venden empresas extranjeras, transportadas desde el exterior al país, o compradas en nuestro propio país a empresas extranjeras radicadas aquí, o en nuestros socios del Mercosur, o en otros países de América latina. No fueron el tiempo ni la “mano invisible” los que desmantelaron la industria y lanzaron a la nada a millones de trabajadores, a su progresiva discapacitación y a la no formación de nueva mano de obra. Ello fue causado adrede al suscribir el Consenso de Washington, y en virtud de él minar el Estado, privatizar servicios públicos esenciales, enajenar recursos naturales, abrir el mercado a importaciones subsidiadas por nosotros mismos con un tipo de cambio retrasado y suprimir la legislación laboral.
Colonia al fin
En 1814 Inglaterra cosechó frustración y no cereales. La guerra napoleónica incrementó su demanda de alimentos, y luego de colocar grandes montos de capital en roturar tierras nuevas, el rendimiento estuvo muy abajo de lo previsto, empujando a la baja a la tasa general de utilidades del capital. Ricardo atribuyó el acaecimiento a que las tierras nuevas eran de rinde menor que las ya laboreadas. ¿Y si pudiéramos sembrar –pensó– en otras tierras, de fertilidad pareja? Ya entrado el invierno de 1814, el 18 de diciembre, le escribió a su amigo Malthus: “La acumulación del capital tiene tendencia a disminuir las utilidades. ¿Por qué? Porque a toda acumulación sigue una mayor dificultad para obtener alimentos, salvo que ella ocurra junto con mejoras en la agricultura; en cuyo caso ella no tiende a reducir las utilidades. De no existir una mayor dificultad las utilidades nunca caerían, porque la producción lucrativa de manufacturas no tiene más límites que el aumento de salarios. Si con cada acumulación de capital pudiésemos adosar a nuestra isla un pedazo nuevo de tierra fértil, las utilidades no bajarían nunca”. ¿Adosar tierras? Napoleón pudo hacerlo, pero los isleños sólo podían adosar agua. Lo que sí podían adosar eran los frutos de tierras lejanas, abriéndose al comercio de materia alimenticia con países de ultramar. En el Río de la Plata, desde décadas estaban deseosos por enviar los posibles frutos de la pampa a los “países del Norte”, como decía Cerviño. Y no sabemos si Rivadavia, al visitar a Bentham (en alguna medida el padre de los utilitaristas ricardianos) no le ofreció estas tierras como respuesta a la idea de Ricardo. Si lo hizo y no se produjo, pudo deberse a que el Parlamento ya había rechazado liberar el comercio de cereales y a que aún no había transportes baratos. El panorama cambió en 1846 al derogar Inglaterra las leyes de cereales. Concluida la conquista del desierto se fijó –como alguna vez dijo Tulio Halperín Donghi, mi primer profesor de Historia Económica y Social– “un rumbo que el país ha de tomar hasta agotar las posibilidades en él implícitas: por cincuenta años la Argentina recorrerá hasta el fin el camino del desarrollo hacia fuera”. Al culminar ese esquema, en 1929, J. H. Williams escribió: “Inglaterra halló conveniente producir trigo y carne (y a ese fin exportar capital) en la Argentina”. Colonia al fin, y Ricardo satisfecho.