EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Hay países en los que, en cierta época, las letras y las artes parecieran florecer en cada rincón y a cada paso, como si vivieran una primavera cultural. La cantidad de libros que producen y los premios Nobel que obtienen son una medida de ese florecer. Forman áreas rebosantes de cultura, con la que se autoabastecen y aún les sobra para ofrecer a los demás. Son áreas “superavitarias”, se diría en términos económicos. Otros países, en cambio, son deficitarios y necesitan recurrir al libro extranjero para acceder al estado actual de las ciencias. Ello, aunque parezca extraño, llegó a ser un síntoma de salud política, cuando apareció en países que salían de un status colonial previo y abrazaban la independencia política, y tomaban conciencia de su apremiante necesidad de recuperar el terreno perdido en materia de educación y cultura. Cuando Brasil tenía en algunas ramas del saber menor rango cultural que la Argentina, por ejemplo en Medicina, sus estudiantes universitarios estudiaban con libros argentinos. El problema surge cuando el idioma del país necesitado de libros no es el idioma del país que los puede brindar. Hay dos caminos para que Mahoma y la montaña se reúnan. O la montaña va a Mahoma, o Mahoma va a la montaña. ¿Cómo hacer para que todo un pueblo acceda a las obras científicas escritas en lengua extranjera? O cambiamos el idioma de todo un pueblo, y en particular de su clase ilustrada, o mantenemos el idioma y traducimos a él las obras significativas de autores extranjeros. El primer camino fue sugerido por el futuro constitucionalista Juan Bautista Alberdi, en sus charlas en el Salón Literario. Ofuscado con la poca plasticidad del tosco español, sugería adoptar el francés como lengua para la expresión de las producciones de la gente culta del Río de la Plata. El segundo camino fue recomendado y puesto en práctica por el primer profesor de economía, Antonio Genovesi, quien dio el 4 de noviembre de 1754 la primera clase de esta materia en la universidad de Nápoles en su idioma nacional, el italiano, con inusitada satisfacción de sí mismo y de sus oyentes. El creador de la cátedra, Bartolomé Intieri, había exigido que la misma se impartiese en italiano. Genovesi sostenía que para que una disciplina se difundiera, los libros debían publicarse en el idioma del pueblo. Y dio el ejemplo publicando en italiano su obra Lecciones de Comercio o Economía Civil.
Decía Adam Smith en su Riqueza de las Naciones que el ejercicio de la docencia tiene su primer beneficiario en el propio docente. Y aconsejaba para formar profesores ponerlos a enseñar aquella materia que se desease promover. Sin embargo, a pesar de la versatilidad de dicha obra –que tanto podía hallarse útil en un país manufacturero como Inglaterra, en uno agrario como España, o en uno en los comienzos de la civilización, como el virreinato del Río de la Plata–, no siempre abarcaba todos los aspectos de un problema. Educar es producir, y producir es reunir insumos. Lo sintió en carne propia Bernardino Rivadavia cuando en 1812 anunció la creación de una universidad en la que se enseñaría, entre otras materias, Economía Política. No tenía aún una sede física, un aula, un profesor, un presupuesto, un texto. Jamás lo hubiera logrado, y hubiera pasado un papelón de no haber sido destituido poco después del anuncio. Años más tarde pudo reunir diversos elementos y el 28 de noviembre de 1823 creó oficialmente la enseñanza de Economía en nuestro país. Para ser exactos, creó dos enseñanzas de economía: una a través de la cátedra de Filosofía, en la que el clérigo Juan Manuel Fernández de Agüero enseñó la economía del ideólogo francés Destutt de Tracy, sobre la que escribió gruesos volúmenes. Y otra a través de la cátedra de Economía Política, en la que el abogado Pedro José Agrelo hizo lo que pudo para enseñar economía ricardiana según el texto de James Mill, publicado en 1821 en Londres y traducido en 1823 en Buenos Aires. Muy bien no le fue, porque los alumnos dejaron de asistir y la cátedra fue cerrada. Su sucesor, Dalmacio Vélez Sarsfield, se negó a usar el texto de Mill y fue autorizado a usar el Tratado de J. B. Say, convertido en artículo de exportación de las editoriales francesas para el mercado hispanoamericano. Luego de la era rosista, la cátedra reabrió, a cargo de Clemente Pinoli, quien también se negó a usar Mill y pidió en cambio el texto de su maestro Antonio Scialoja; no se le concedió, y escribió su propio texto, que circuló manuscrito entre sus alumnos y jamás se imprimió. Otro profesor que sí publicó su Tratado de Economía fue Félix Martín y Herrera, a fines del siglo XIX. Descontento con este enfoque, su alumno Luis Roque Gondra tradujo y publicó en 1918 los Principios de Economía Pura de M. Pantaleoni, lo que significó el comienzo del neoclasicismo en el país.
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