EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
La ampliación en los últimos tres lustros de la brecha entre ricos y pobres, por una parte, y la concentración de los mercados de productos manufacturados en un número muy reducido de empresas (una o dos en ciertos mercados), por otra, sugieren que se trata de fenómenos que van de la mano, o las dos caras de una misma moneda. ¿Se trata de mera casualidad, o de un rasgo inherente al sistema económico que nos cobija? Remontémonos a 1810, cuando el Estado argentino era incipiente. Ese año, Manuel Belgrano publicó en sucesivos números del semanario Correo de Comercio, un breve tratado de economía, en cuyo capítulo I leemos: “No es esto que el plan inmediato del legislador sea tener negociantes muy poderosos: ellos le son preciosos, porque han concurrido mucho a sus miras; pero sería aún más útil, en el caso en que el comercio fuese limitado, tener muchos ricos, que un menor número de muy ricos. Veinte negociantes que tienen cada uno cien mil pesos hacen más negocios y tienen entre sí más grande suma de crédito, que seis millonarios. Además, las fortunas divididas son un recurso infinitamente más grande para la circulación y para las riquezas reales” (Correo de Comercio, 29 de septiembre de 1810, pág. 232). Este pasaje, aun con las dificultades que ofrece el lenguaje de la época, testimonia que ya en el origen de la patria estaba presente el fenómeno de la concentración de ingresos y de la concentración de capitales. Si uno quisiera proponer alguna corrección en una dirección niveladora, ya sea en aquel tiempo o en el tiempo actual, diría, al menos: “El Estado tendría que hacer algo”. Y al decirlo, descubrimos la raíz del problema y una posible solución. Se trata de un juego entre unos pocos participantes con un gran capital cada uno, y numerosos participantes con poco o ningún capital: cuanto más juegan entre sí, más pierden los de menos fortuna y más se transfiere a los de mayor. Y eso va a pasar siempre: lo garantiza la “teoría de la ruina de los jugadores”. Ello es inherente al sistema. Por otra parte, en ambos casos –ayer, hoy– vemos que el Estado no canta “presente”, ya por hallarse todavía en formación, como por haber renunciado a sus funciones equilibrantes de desigualdades extremas. Hay leyes sobre monopolios y sobre impuesto a las ganancias. Pero, ¿se aplican? Y si no se lo hace, ¿a quién le sirve el Estado? ¿Acaso a los que se enriquecen con la creciente desigualdad?
Los pobres y los indigentes pueden ser “estructurales” o “coyunturales”. Los primeros son “los de siempre”. Los segundos son “los venidos a menos”. En ambos casos, se es pobre por carecer de patrimonio o no ser suficiente, o por tener ingresos con poder de compra insuficiente. Un aumento del costo del nivel de vida, por ejemplo, arroja a la franja más baja de los no pobres a la categoría de “nuevos pobres”. Pero también lo contrario es válido: una reducción del costo del nivel de vida haría que tanto pobres como indigentes mejorasen su bienestar, y aun lanzaría a una franja de nuevos pobres de regreso a la categoría de “no pobres”. Cómo se logra esto es bien conocido, y se ha experimentado en España y otros países: eliminando el IVA para todos los productos de primera necesidad, elevaría el poder adquisitivo de la mayoría de la población, tanto más cuanto más pobre es. Y en particular para los indigentes, cuyo nivel de vida se reduce a alimentos, la mejora sería de 21 por ciento. Pero, ¿cómo compensar al Estado la reducción de ingresos y no desequilibrar las cuentas públicas? La ciencia económica tiene una propuesta: los productos agropecuarios se comercializan en competencia perfecta, de modo que un grano de trigo tiene el mismo precio, venga de donde venga. Ahora bien, si viene de una tierra muy pobre, ese precio puede compensar apenas el costo de producción; si viene de una tierra muy fértil, con costos mucho más bajos, el mismo precio deja una ganancia adicional que no tiene contrapartida en un mayor esfuerzo del agricultor. Es una ganancia caída del cielo, por decirlo así. En la Secretaría de Agricultura se llevan datos muy precisos de los rindes agrarios, hectárea por hectárea. Un impuesto basado en gravar la ganancia extraordinaria no perjudicaría al agricultor, ya que sólo le tomaría la llamada “renta de la tierra”. La idea de la “renta de la tierra” se remonta a David Ricardo y su adaptación a la región pampeana fue propuesta por Esteban Echeverría en 1837, y posteriormente sugerida por Alejandro E. Bunge y (casi) llevada a la práctica en el gobierno del Dr. Oscar Alende en la provincia de Buenos Aires. Algún diario de la época atacó la iniciativa, presentando un mapa de Buenos Aires cubierta por la hoz y el martillo. La propuesta, sin embargo, mejoraría la vida de casi la mitad del país (eliminación de IVA), sin perjudicar al Estado ni a los productores rurales.
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