EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Para cualquier productor o empresa, su ingreso bruto es igual a la cantidad colocada en el mercado (K), multiplicada por el precio de venta de cada unidad (P). Si se trata de artículos de exportación, que se venden en el exterior a cambio de dólares, y P es el precio en dólares fijado por los mercados internacionales, entonces cuánto representa P para el exportador, en moneda nacional, es P.T, donde T es el tipo de cambio, o número de pesos que se cambian por un dólar. El ingreso bruto del exportador es, pues, K.P.T. Si los artículos en cuestión pueden colocarse indistintamente en el mercado interno o en el externo, y el mercado interno es libre y competitivo, el precio de los artículos en el mercado interno (P’) no puede ser distinto del precio, en pesos, que se conseguiría exportándolo: P’ = K.P.T. Una devaluación, que llevase el tipo de cambio de $ 1 a $ 1,4 (40 por ciento), hace subir T a T(1,4). La igualdad anterior de inmediato ajusta el precio local de los artículos exportables a P’(1,4) = K.P.T(1,4). El salario real (supongamos que con el salario se adquieren los artículos que también se exportan), S/P’, cae a S/P’(1,4). Una experiencia histórica, de devaluación y ajuste de salarios, fue la del primer gobierno peronista (1946-55). Para mitigar la penuria de dólares, y dado que los bienes agropecuarios eran la única exportación, el gobierno intentaba fomentar la exportación entregando más ingresos al sector rural a través de devaluaciones cambiarias. Pero el campo, con ese mayor ingreso, no incrementaba el área sembrada ni tecnificaba la producción. El incremento de ingresos quedaba en pura renta. Pero en el mercado interno el trigo y la carne se encarecían, y caía el salario real. El gobierno, con base política en los trabajadores, calmaba la situación social otorgando aumentos masivos de salarios (nominales), lo que volvía todo al punto inicial, sin aliciente diferencial a la exportación. Tal política económica era también una política de distribución del ingreso. A la luz de esa experiencia, en marzo de 1967 se hizo una devaluación del 40 por ciento. Se buscó promover las exportaciones industriales, y sólo a ellas se les permitió capturar la mejora de ingresos, y a las exportaciones tradicionales se les impidió apropiarse de tal renta. Se le llamó “devaluación compensada”. Su efecto fue reducir la inflación e incrementar la tasa de crecimiento.
La ausencia de juicios de valor es admisible sólo en el laboratorio, o en la discusión de artículos académicos. Pero es inadmisible en la política económica. El hombre de Estado no puede decidir sin tener en cuenta lo bueno o lo malo de los resultados de esas decisiones. Y en estos días, no terminamos de sorprendernos, al ver la frialdad de corazón del empresario. La devaluación de 2002 puso en los bolsillos de los exportadores una ingente masa de ingresos, sin haber hecho el menor esfuerzo a cambio. El efecto inmediato fue la suba de los artículos de exportación y sus derivados industriales: el pan, la carne, el aceite, etc. Los millones de argentinos, angustiados y acongojados por la incautación de sus ahorros, encima se veían restringidos en sus alimentos. “Encima de cuernos, palos”, como se dice. Ahora, al despuntar la inflación, se les pide a algunos productores un compromiso, el más elemental del mundo: no aumentar los precios por un tiempo. Y la respuesta ha sido: aceptamos, pero a cambio queremos menos retenciones y la acción del Estado para que no aumenten los salarios. La respuesta es tan salvaje y brutal que no necesita la menor exégesis. Podría traducirse como: “queremos más ganancia”. Al respecto, recordamos una propuesta de Raúl Prebisch en 1955-56, reiterada en el gobierno del doctor Alfonsín: reconstituir los caídos salarios reales a partir de la transferencia de una parte de las ganancias empresarias a los trabajadores. La idea, de alguna manera, se convirtió en letra constitucional con el artículo 14 bis. Prebisch procuraba evitar que los aumentos de salarios se hicieran por incrementos masivos, financiados por emisión monetaria, y el consiguiente agravamiento de la inflación. Sugería lograr esta transferencia de ganancias mediante negociaciones con los sindicatos. Pero ¿qué sindicatos de trabajadores puede haber en las faenas rurales, que apenas emplean personal? A la desmesura se añade la amenaza: no remitir hacienda al mercado una vez a la semana. Vale decir, cada tanto impedir que la tierra cumpla su función de proveedora de alimento a la sociedad, único aspecto que podría legitimar la tenencia de una tierra que desde siempre perteneció a los pobladores originarios. Los domingos leemos la Biblia, y decimos: “es palabra de Dios”. Pues bien, la Biblia estipula el Jubileo cada 50 años, y ya han pasado más de dos veces 50 años.
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