Domingo, 29 de abril de 2007 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
En dos siglos y medio de ciencia económica se sucedieron dos escuelas acerca de la fijación del salario de los trabajadores: la clásica, de Quesnay, Smith, Ricardo y Marx, y la neoclásica, de Edgeworth, Wicksteed y otros. En la primera, unos decían que el salario no puede ser inferior al costo de la subsistencia y otros que no puede ser superior al mismo. En la segunda se afirmaba que la tasa real de salario, y asimismo las tasas de retribución de los demás factores productivos –incluido el capital–, deberían corresponderse con la productividad marginal del factor respectivo. Sólo en tal caso, la suma de las retribuciones sería exactamente igual al valor total del producto. Ambas escuelas reaparecen hoy al discutirse nuevos niveles de salarios: la clásica –esgrimida por sindicatos– al referir el nuevo salario al costo de la vida o a las líneas de pobreza o indigencia; la neoclásica, esgrimida por empresarios y cámaras, al reclamar para sí el valor de la “productividad marginal del capital”. Una y otra parecen deshumanizadas e ideológicas. La clásica, porque al limitar el monto salarial a las necesidades más elementales, toma al asalariado como una suerte de animal algo más evolucionado que el mono. A un animal se le otorgaría los bienes que le permitan seguir vivo y no morirse. O sea, necesidades del estómago y muy poco más; es decir bienes ya conocidos por el trabajador. Significa ello que quien percibe un salario jamás tendrá acceso a otros bienes, a los que sí tiene acceso el que percibe utilidades. La neoclásica, primero, porque tales tasas resultan de interpretar los términos de un famoso teorema de las funciones homogéneas de primer grado (teorema de Euler), y segundo porque la “productividad marginal del capital” es un “animismo” de los factores productivos no humanos, esto es, sostener que en un lote de tierra, o en un torno existen espíritus que los vivifican, de igual modo que los seres humanos son excitados a la acción. Una vez yo trabajé con un torno y le hablaba para que trabajase más rápido y sin equivocarse. No me contestó jamás; sólo respondía a mis acciones, y poco faltó para que me internaran en el Borda. La retribución del capital y la tierra surge del carácter monopólico y excluyente de su propiedad. Dar participación en ella a los trabajadores –vía participación en las ganancias– es la vía que indica la Constitución Nacional (artículo 14 bis).
Bastó un leve rumor de ampliación de las funciones del Banco Central para que pandiera el cúnico, especialmente entre los integrantes del establishment económico. Es que cambiar “preservar el valor de la moneda” por “sostener el pleno empleo” supone un viraje drástico de la política económica y social del país. Si llamamos a la cantidad de moneda M, su valor es su poder de compra, o cantidad de distintos bienes que pueden adquirirse con ella. Algebraicamente, el valor de la moneda es M:p (cociente entre M y p) donde p es algún indicador de precios de los bienes. Si p es constante a lo largo del tiempo –lo cual es como decir que no hay inflación– el valor de la moneda no cambia. Una suba de p, aunque sea pequeña, reduce M:p, es decir, reduce el valor de la moneda. Esta integra el capital personal de los ciudadanos. En una sociedad desigualitaria como la nuestra, la enorme mayoría carece de moneda por encima de sus necesidades. Mientras unos pocos se preguntan “¿qué hago con la plata?”, para muchos el interrogante es “¿dónde hay un mango?”. El sistema ofrece ese mango a cambio de la prestación laboral, pero al mismo tiempo no basta con que el desempleado diga “quiero trabajar”, para que se le proporcione un empleo y un salario. Los intereses de unos y otros son contrapuestos. El deseo de quienes poseen M es que p no cambie. Y nunca tienden tanto a reprimirse las subas de precios y salarios como en las grandes recesiones, es decir, con desocupación. Y nunca son tan propensos a subir precios y salarios como cuando la economía se acerca a la plena ocupación. Cuanto más el Banco Central cumpla sólo su función actual, más satisfechos estarán los poseedores de M. Cuanto más el Banco se rija por el objetivo del pleno empleo, más felices estarán los no poseedores de M y más inquietos los poseedores. Además, se supone cierto atavismo de los movimientos políticos (el repetir acciones cumplidas en gestiones anteriores): el peronismo introdujo la cláusula nueva al cambiar la carta orgánica del BCRA en 1946-49, cuando la presidencia del Banco se confió al perito mercantil e industrial hojalatero Miguel Miranda (1891-1953), hombre de confianza de J. D. Perón (por eso se le dio la presidencia del IAPI, ente que controló todo el comercio exterior argentino), lo que de hecho supuso una clara relación jerárquica entre el jefe del Banco Central y el jefe del Poder Ejecutivo.
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