EL BAúL DE MANUEL
El baúl de Manuel I y II
Por Manuel Fernández López
Monopolios
En algunos empleos –acomodador de cine, mozo de bar, empleado de hotel– el sueldo es la parte menor del ingreso del trabajador, y buena parte sale de propinas, motivadas por cierta necesidad cultural de exhibir solvencia y desprendimiento. Quien debe oblar, no tiene alternativa. De igual modo, juglares renombrados obtienen buena parte de su ingreso de la venta de sus propios compacts en el momento de sus recitales. Tienen de su lado el fervor del público creado por ellos mismos en el show. En televisión pasa igual. Veo un programa infantil en que se promociona un compact con las canciones. Es como un negocio adicional del programa, que explota aquello de “lloren, chicos, lloren”, que pregonan por las playas los vendedores ambulantes: un niño no sabe de precios, y un padre está dispuesto a pagar más que un precio normal para hacer feliz a su hijo. Pero he ahí que el precio alto causó lo inevitable: la alternativa, el compact trucho, hecho por fabricantes deseosos de compartir esa renta extraordinaria que genera un público cautivo. El canal ideó una mentira para amedrentar a los niños: “no compren el trucho porque explota”. El mismo deseo de ganar mueve a los artesanos que se instalan con apenas una lonita en Florida, donde pasan transeúntes bien forrados. Buscan compartir la renta extraordinaria que ganan los comerciantes con locales. Estos, enfurecidos, piden su desalojo por la policía. Si bien se mira, son casos análogos a los de laboratorios extranjeros y sus reclamos de pagos extraordinarios por patentes y derechos de fabricación: sus consumidores son cautivos, sin otra alternativa que comprar el remedio que les cure la gripe o controle el sida o una cardiopatía. O compran o se mueren, por decirlo rápido. La oportunidad para una renta monopólica es inmejorable, pero para ello el laboratorio foráneo necesita tener la ley de su lado, aun cuando vender con una renta monopólica suponga excluir de los remedios a la mitad de la población (recordemos que esa mitad hoy es pobre, y compra poco más que alimentos). La fuerza por retener la renta extraordinaria, impidiendo que otros copien el producto, es tan fuerte que llega a tumbar presidentes, como con Illia en 1966. Y llegan a utilizar a sus propios presidentes para defender su monopolio, como cuando Bill Clinton visitó la Argentina. Lejos están de imitar a Francia, cuando donó sus inventos a la humanidad.
Precios
Los argentinos son obsesivos por los primeros puestos. Salir segundos sabe a derrota y dolor. Parecemos vivir en perpetua guerra y de lo que se trata es de derrotar a alguien o a algo. Y la obsesión por ciertos fines no siempre es buena consejera sobre la bondad de los caminos para alcanzarlos. Se anunció la caída del desempleo, del 21 por ciento al 18, por computarse como empleados a los perceptores de ciertas sumas otorgadas a desocupados. Sin este “retoque” se calcula que el índice no bajaría, sino que treparía al 23. ¿De qué se trata? ¿De hallar el método para que el resultado salga 18? Ahora nos anuncian un record de estabilidad de precios: sólo un 0,2 por ciento de aumento. Pero al mismo tiempo se registra una fuerte sustitución de importaciones, virtualmente un 100 por ciento en alimentos, una gran componente del índice de costo de la vida. Recordemos que este índice no mide el precio de un solo bien, sino los precios de todos los bienes en que gasta su ingreso una familia típica de la ciudad de Buenos Aires. Cada bien entra en una cesta según la proporción que ocupa en el gasto total. Tales proporciones, o “ponderaciones”, se obtienen normalmente de datos censales, y los cambios de precios de cada componente se van registrando mes a mes por muestras de familias predeterminadas. Más que el precio de un bien, es el precio de una cesta, llamada “mercancía compuesta”. Si la composición de la cesta cambia, por más que calculemos su “precio”, no podemos compararlo concestas anteriores. ¡Y vaya si cambiaron las ponderaciones! En apenas un año, la mitad del país es hoy pobre y una cuarta parte es indigente. ¿A cuántos bienes se ha tenido que renunciar, y con ello convertir las “ponderaciones” en cero? Cierto es que el empobrecimiento es coyuntural, más que estructural, pero no por ello es menos efectivo. Cierta vez, hace varios años, se confeccionaron dos índices de precios, uno “descarnado”, que no incluía el precio de la carne, y otro que sí lo hacía. También se confecciona un índice de costo de la vida para ejecutivos. Es llamativo que lo que más aumentó son los bienes indispensables, como harinas y aceite, que incluso integran el conjunto de bienes de estricta subsistencia. Un “aumento del 0,2 por ciento” le dice algo a un habitante cuyas pautas de consumo son hoy idénticas a las de una década atrás. O sea, un habitante de otro país. ¿No es hora de hablar de nosotros mismos?