EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Paulo
VI
Cuando se publicó la encíclica El desarrollo de los pueblos, en
1967, me daba la impresión de referirse a otros pueblos o a situaciones
del pasado. Cuando hablaba del mundo y sus “recaídas en la barbarie”
pensaba, por ejemplo, en la bárbara aniquilación de Hiroshima
y Nagasaki. Sin embargo, la “guerra preventiva” es una realidad
actual, y la salvaje experiencia de invadir un territorio ajeno y matar al azar,
es experiencia muy cercana. También decía que “son innumerables
los hombres y mujeres torturados por el hambre, son innumerables los niños
subalimentados hasta tal punto que un buen número de ellos muere en la
tierna edad, el crecimiento físico y el desarrollo mental de muchos otros
se ve con ello comprometido, y enteras regiones se ven así condenadas
al más triste desaliento”. En noviembre pasado –no hace un
año– la muerte infantil por desnutrición en Tucumán
y el Litoral nos golpeó en el rostro, diciéndonos que ése
es nuestro propio país. Se hablaba en 1968 de “las diferencias
económicas, sociales y culturales demasiado grandes entre los pueblos”.
Hoy vemos que esas diferencias aparecen, muy profundas, en los sectores sociales
y las regiones geográficas de la Argentina. A los poderes públicos,
sin embargo, poco parece importarles la suerte de los pueblos, y sí la
suerte de los capitales, sean titulares de depósitos estafados, bancos
pesificados asimétricamente o tenedores de deuda pública. Dejan
que la economía se siga entregando a “industriales, comerciantes,
dirigentes, o representantes de las grandes empresas” del exterior, abriéndoles
cauce a que apliquen aquí “los principios inhumanos del individualismo”,
que no pueden o no se animan a aplicar en sus propios países. También
dejan que las tierras pasen a empresas y capitales extranjeros, en lugar de
repartirlas entre los pueblos del país, una tierra que “está
hecha para procurar a cada uno los medios de subsistencia y los instrumentos
de su progreso”, tierra destinada “para uso de todos los hombres
y de todos los pueblos”. Se ha dado carta de ciudadanía a “un
sistema que considera el provecho como motor esencial del progreso económico,
la concurrencia como ley suprema de la economía, la propiedad privada
de los medios de producción como un derecho absoluto, sin límites
ni obligaciones sociales correspondientes”. Pasaron 36 años, y
la Populorum Progressio cada día nos refleja mejor.
Oscuras
golondrinas
El comercio exterior comprende exportaciones e importaciones, tanto de productos
como de servicios. Cuando se exporta, un producto o servicio de un residente
argentino “sale del país” o bien, pasa a manos de un residente
extranjero. Lo contrario ocurre con las importaciones. Ambos movimientos o flujos
se registran en la cuenta corriente del balance de pagos. Las salidas de bienes
crean para el exportador local un crédito sobre el extranjero, que se
salda con un pago en divisas, y una importación crea una deuda para el
comprador local. Cuando se comenzó a comparar ambos flujos, los pagos
internacionales solían efectuarse en oro o plata, bienes considerados
más importantes que los productos mismos, y cederlos al extranjero se
veía como un debilitamiento del propio país. Un exceso de exportación
sobre importación era una entrada neta de oro y plata; luego, fortalecía
al propio país y debilitaba al extranjero. Por ello se entendió
que la balanza del comercio no era sino un aspecto de la balanza del poder internacional.
En el Siglo 19 apareció como objeto de exportación el capital,
abundante en Inglaterra y escaso en los países nuevos. Con ello nació
la cuenta de capital del balance de pagos. Para hacer rendir a las tierras ganadas
al indio en 1879, Argentina necesitó importar rieles y máquinas
ferroviarias y construir puertos de ultramar.Esas importaciones de productos
se pagaron con crédito externo: con emisión de títulos
de deuda del Gobierno a rescatar al cabo de cierto número de años,
o con maduración superior a un año. Los instrumentos financieros
cuya maduración es mayor que un año son “capital de largo
plazo” o “inversiones directas”, y aquellos con maduración
inferior al año son “capital de corto plazo” o “inversiones
de cartera”. Las inversiones directas se asocian con expandir la capacidad
productiva, inducida por la expectativa de rendimientos a largo plazo; las inversiones
de cartera se asocian con movimientos financieros, inducidos por posibles rendimientos
inmediatos, y han causado innumerables efectos funestos en el mundo, ya que
llegan atraídos por ganancias rápidas y levantan vuelo ante la
menor expectativa de pérdida. Un caso fue la crisis del 2001. Someterlos
a control es una legítima defensa de cada país. ¿A quién
protegen los funcionarios del FMI cuando desaprueban que el país restrinja
la libertad de tales movimientos?
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