Domingo, 27 de noviembre de 2005 | Hoy
AGRO › TRANSFORMACIONES SOCIALES Y ECOLOGICAS DE LA SOJIZACION DEL AGRO
Por Susana Díaz
La sojización del agro argentino se une a la expansión multidireccional de la frontera agrícola. En este sentido, para muchas economías regionales se trata de la implantación de un nuevo modelo productivo cuyo dato central es su carácter capital intensivo. Los números del incremento neto de la producción no llegan solos sino acompañados por profundas transformaciones sociales y ecológicas. Un reciente trabajo de Daniel Slutzky, investigador del Centro de Estudios Urbanos y Regionales, describe las consecuencias del nuevo modelo en las provincias del NOA, especialmente en Salta.
Mientras entre los censos de 1988 y 2002 el área sembrada en todo el país se expandió el 5,2 por ciento, en el NOA el incremento llegó al 48 por ciento, multiplicando casi por diez la media nacional. En Salta, la superficie sembrada creció, entre los años considerados, el 65 por ciento. Las tres cuartas partes de las nuevas tierras incorporadas a la producción se destinaron a la soja. Hasta mediados de los ‘90, la caña de azúcar, el tabaco y los cítricos fueron, junto al poroto, los cultivos tradicionales. Luego, el ciclo del poroto se retrajo por el comienzo del auge sojero. La oleaginosa ocupa hoy el 45 por ciento de las tierras cultivadas de la provincia.
Slutzky destaca que esta expansión se realizó mediante la aceleración del desmonte, que ya se había iniciado con el poroto. En el período considerado, la superficie con bosques y montes naturales pasó de 3,7 millones de hectáreas a 2,2 millones, una pérdida de 1,5 millón. Gracias al paquete tecnológico de la soja transgénica, muchas áreas marginales se volvieron “muy rentables”. El precio de la tierra y de los arrendamientos se mantuvieron muy rezagados con relación a la rentabilidad potencial, lo suficiente como para absorber los sobrecostos de desmonte y de fletes a los puertos.
A la vez, el nuevo paquete tecnológico es “ahorrativo en mano de obra e intensivo en insumos, maquinaria e infraestructura”, con lo que sólo resulta accesible para medianos y grandes productores. Si se toma el conjunto de la provincia, el promedio de hectáreas por unidad agropecuaria pasó de 93,7 en 1998 a 132,7 en el 2002. Las explotaciones dedicadas a la soja, sin embargo, promedian las 590 hectáreas, tamaño que supera las medias de 145 en Córdoba y de 236 en Buenos Aires. Además, ya en el 2000, 95 mil hectáreas estaban en manos de 19 productores y sólo uno de ellos poseía 25 mil. La concentración coexistió con la expulsión de trabajadores. Siembra directa y modernización tecnológica permitieron que los requerimientos de mano de obra disminuyeran de 2,5 a 0,5 jornales por hectárea, un aumento sin precedentes de la productividad del trabajo.
La falta de capacidad para generar empleo produjo una significativa emigración de la población rural y la virtual desaparición de pequeños poblados. La tradicional articulación entre la gran empresa agraria y los pequeños productores, muchos de ellos indígenas, se rompió. Los campesinos de parcelas de subsistencia comenzaron a encontrar serias dificultades para complementar salarialmente sus ingresos con las demandas estacionales de la zafra de la caña y la cosecha de poroto, actividades que perdieron importancia relativa.
El resultado, previsible y doloroso, es que la población “sobrante” de la nueva evolución regional sobrevive en condiciones de progresiva pauperización. A la realidad de los pequeños productores expulsados de sus tierras se suma la de los pueblos originarios, como los wichí, arrinconados en bosques degradados o emigrados a los conurbanos de Tartagal, Embarcación y la ciudad de Salta. Parte de la población criolla del Chaco árido, pequeños puesteros, también debió emigrar; el resto sobrevive por medio de los escasos ingresos de una ganadería practicada en condiciones cada vez más desfavorables.
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