Una inocente nota referida al apellido del presidente electo, aparecida en este diario suscitó variadas repercusiones, quizá porque el asunto posibilitó un recreo entre el hartazgo de tanto análisis político. Especialmente adecuada para esta columna es la información aportada por Ernesto Weinschelbaum, ex subsecretario de Comercio Exterior, cuyo apellido significa guindo, árbol cuyos frutos son una versión agria o ácida de la cereza, drupa que se había mentado por la errónea pronunciación habitual de Kirchner al llamarlo “Kirschner”, supliendo así su raíz eclesiástica (Kirche = iglesia) por otra botánica (Kirsche = cereza) por olvidar que en alemán la ch se pronuncia como la jota en español. Sirva Bach como ejemplo.
Como refiere Weinschelbaum, quien siendo judío lleva un apellido alemán, a fines del siglo XVIII el monarca alemán Joseph II obligó a todos los hebreos de su imperio a comprar un apellido, aditamento que no poseían hasta entonces. Se trató de una suerte de impuesto distorsivo. Para ello los judíos debían elegir un apellido de una lista preparada al efecto, resultando que los que hacían referencia al oro o a la plata –como Goldberg o Silberstein, entre otros– eran más caros. Llamarse König (rey) también era oneroso. Los antepasados de Weinschelbaum debían de ser humildes porque tuvieron que darse por satisfechos con un arbolito.
Otras reacciones a la nota adoptaron un franco tono de reproche por haber olvidado a otros Kirchner ilustres, fuera del mencionado pintor Ernest Ludwig K. con su museo en Davos, Suiza. Un lector reivindicó la memoria del jesuita, filósofo, científico, matemático, musicólogo y descifrador de jeroglíficos, entre otras aficiones, Athanasius Kirchner (o a veces Kircher), nacido en Geisa bei Fulda en 1602 y muerto en Roma, tras publicar más de 40 libros, en 1680. El descubrió que la causa de la peste era una infección, pero no vislumbró el papel que las ratas jugaban en el asunto.