Domingo, 6 de febrero de 2005 | Hoy
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La cuestión de los ciclos económicos vuelve a actualizarse en la economía argentina. Hace varias décadas en la carrera de Economía de la Universidad de Buenos Aires se dictaba una materia titulada “Fluctuaciones Económicas”; su objetivo era estudiar teóricamente la cuestión de los ciclos en el sistema capitalista. Ocurre que la materia desapareció hace mucho tiempo bajo el embate de los vientos adversos de aquellos que creían en la crisis final o que, contrariamente, consideraban que las crisis eran cosas del pasado.
Unos y otros estaban, por supuesto, equivocados y alguna lectura, aunque sea superficial de la historia económica mundial y, en particular, de la historia económica argentina debería haberles servido para comprender la importancia de la cuestión, aunque no hayan leído a Schumpeter o a alguno de los otros grandes economistas que se ocuparon del tema.
Hoy en la Argentina tenemos un proceso de recuperación económica, con crecimiento del producto, balanza comercial favorable, amplio superávit fiscal e incremento de las reservas, aunque otros indicadores estén todavía retrasados, como el empleo y los niveles de pobreza. Pero no hace más de dos años vivimos una crisis aparentemente terminal, cuyo recuerdo nos persigue y cuyas sombras, como el problema de la deuda, continúan amenazando el futuro. La historia económica, al menos la argentina, indica que no hay que dar nada por seguro, ni siquiera los ciclos de auge.
Sin embargo, los ciclos económicos argentinos han estado profundamente relacionados con los modelos económicos predominantes en el mediano o largo plazo y para entender lo que nos pasa o nos puede pasar es necesario hacer un breve repaso histórico, por un lado, y señalar, por otro, las características particulares de la coyuntura presente.
Así, durante la época del esquema agroexportador los ciclos se basaban en un fuerte endeudamiento externo y en el montaje y desarrollo de una estructura agropecuaria, basada en las exportaciones, con un mercado mundial que necesitaba nuestros productos. El endeudamiento era en parte especulativo, pero también productivo, y los procesos de “stop and go” (que todavía no se llamaban de esa manera), tenían que ver con los desfasajes entre la inversión, la producción y las exportaciones, por un lado, y el movimiento favorable o adverso de flujos de capital, manejado desde el Banco de Inglaterra a través de una baja o una suba de las tasas de interés, por el otro. La dependencia de los mercados externos y de esos movimientos de capital era muy grande y cuando los flujos se detenían, como en 1890, o los mercados se contraían drásticamente, como en 1930, las crisis estallaban con agudeza.
Durante el modelo de industrialización por sustitución de importaciones, los ciclos económicos estaban vinculados a la vez al mercado interno y a los mercados externos. En la etapa de auge, ante el aumento de la producción industrial vinculada al consumo local, se incrementaban las importaciones, para comprar bienes de capital e insumos básicos y se reducían las exportaciones, por la mayor demanda interna originada en la suba del salario real y de los niveles de ingresos. Pero el déficit en la balanza comercial y la disminución de las divisas llevaban a una devaluación que provocaba un aumento del precio de los productos agrarios exportables y de los insumos importados. Todo esto se traducía en crisis del sector externo, inflación y políticas monetarias restrictivas. Así, entre 1945 y 1969 hubo al menos tres caídas, en el ‘50-’52, ‘59 y ‘62-’63 y un achatamiento en el ‘67-’68 y tres máximos en el ‘47, ‘61 y ‘65, con una recuperación en el ‘69. Sin duda, la ausencia de un sector industrialintegrado y exportador y la existencia de un sector agropecuario que condicionaba la exportación a sus propios intereses sabiendo que era el principal proveedor de divisas, explica en parte esta situación. Sin embargo, el endeudamiento externo era pequeño y la inversión extranjera se radicaba mayormente en el sector industrial, aunque con notorias falencias y desniveles.
Finalmente, con el modelo rentístico financiero, que predominó desde la dictadura militar de 1976, el endeudamiento externo volvió a constituir la principal explicación de los ciclos, aunque esta vez predominó el sector financiero y ni la producción interna ni las exportaciones jugaron un rol clave. Los capitales externos formaron parte de un reciclaje de flujo de fondos del Primer Mundo en busca de mayores rentabilidades y sólo se interesaron por obtener rápidas ganancias aprovechando las políticas de apertura irrestricta de la economía o luego, en el período menemista, mediante la compra a precio vil de activos internos. Beneficiándose de tablitas cambiarias, seguros de cambio o el anclaje de la convertibilidad, esos capitales venían y se iban marcando el compás de los ciclos económicos, fundamentalmente financieros.
En este capítulo de la historia, las crisis fueron más violentas y estallaron en 1981, en 1989, con el proceso hiperinflacionario, y en el 2001, con muy cortos períodos de crecimiento debido al endeudamiento (aunque con un costo social altísimo), y varias caídas intermedias.
Ahora, la situación es distinta a los períodos descriptos, pero tiene todavía características de cada uno de ellos. La industria vuelve a levantarse, como en el período de sustitución de importaciones, pero a costa de una mayor demanda de productos importados y sigue dependiendo, como en el modelo agroexportador y el de industrialización, del comportamiento del sector agrario. El desempeño de la balanza comercial se transforma, así, en un factor clave en la acumulación de divisas. Pero, al igual que en el modelo rentístico financiero, el pago de la deuda externa (aunque el país no siga endeudándose y se solucione la cuestión del canje) va a seguir pesando y mucho en la necesidad de divisas. Si a esto agregamos la necesidad de solucionar los graves problemas sociales que todavía nos aquejan y van a exigir mayores compensaciones en las fases de crecimiento, la cuestión se torna más compleja.
Realizar una política anticíclica ahora parecería una tarea ciclópea. La única respuesta es un país que marche aceleradamente en la búsqueda de su propia cohesión económica y social por sobre los imperativos de cualquier tipo de interés particular, interno o externo. Si los ciclos no se evitan, al menos evitaremos devorarnos a nosotros mismos.
* Director del Instituto de Investigaciones de Historia Económica y Social, Facultad de Ciencias Económicas. UBA.
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