Domingo, 6 de junio de 2010 | Hoy
ENFOQUE
Por Juan Montes Cato *
En muchos medios de comunicación masiva se escucharon referencias a la actual situación del país con relación a la del Centenario, alegando que la Argentina en estos últimos cien años entró en una pendiente de decadencia. Para ello se sostiene que el PBI argentino era el décimo del mundo (ahora en el puesto 30º) y el séptimo país por su volumen de exportaciones (ahora 43º). Datos que evocan una idea de Nación que fue quedando incrustada en el imaginario social sintetizada en la imagen “del granero del mundo”. Lo que no reflejan estas representaciones es que ese modelo de desarrollo estaba basado en la especialización productiva y que dependía casi con exclusividad de la demanda de Inglaterra. Ese modelo concedía un lugar marginal al desarrollo industrial y finalmente fracasó de la mano de la crisis del ‘29. Pero sobre todo esas imágenes idílicas del pasado ensombrecen la situación en que vivían los sectores populares y los trabajadores.
Estos sectores estaban excluidos del sistema político al no garantizarse el voto secreto, universal y obligatorio, y el de las mujeres estaba directamente prohibido. No existían prácticamente derechos laborales, lo cual llevaba a que los salarios los definiesen unilateralmente los patrones, las jornadas de trabajo eran extenuantes, las condiciones de explotación altísimas y no existía un sistema de salud que pudiese contener las necesidades de los obreros y sus familias. La organización obrera estaba prácticamente prohibida. Actuaba en los lugares de trabajo en la semiclandestinidad y la forma en que se vinculaba el Estado con el movimiento obrero era a través de la represión, que llevó a la sanción de la Ley de Residencia, que permitía deportar a trabajadores “agitadores” por su participación en luchas, clausurar periódicos y allanar locales. Unos años después, esta estrategia represiva conducirá a la llamada Semana Trágica en 1919 y Patagonia Rebelde en 1921, con 700 y 1500 fusilados, respectivamente. El Centenario se celebró con estado de sitio, con dirigentes sindicales y redactores de periódicos anarquistas presos, y con miembros de la Liga Patriótica –organización paramilitar– atacando locales sindicales.
Cuarenta años después, con el peronismo, el cuadro de situación será muy diferente. Los trabajadores y trabajadoras participarán activamente del sistema político. Se conquistan viejas reivindicaciones como la mayor participación en el ingreso, se sancionan leyes laborales beneficiosas para los trabajadores y existe una activa negociación colectiva de trabajo. Los dirigentes sindicales por primera vez forman parte del poder político y se desarrolla una fuerte presencia en los lugares de trabajo bajo la figura de las comisiones internas, que permite dotar autonomía relativa al movimiento obrero con respecto a la dirigencia política. En el ‘54, el modelo mostrará los primeros signos contradictorios, que marcará gran parte de la historia hasta el golpe de Estado del ‘76. Por un lado, los sectores dominantes buscaron aumentar los márgenes de rentabilidad a costa de los trabajadores, el gobierno contuvo las reivindicaciones obreras y estos últimos, habiendo ganado autonomía, buscaron mantener las conquistas obtenidas. El corolario de este proceso complejo y cambiante culmina en el ‘76, donde se sientan las bases de la restauración conservadora, ahora con signos neoliberales.
Para imponer tamaño cambio en el modelo de desarrollo, los sectores dominantes eliminaron todo signo de resistencia a través de una dictadura genocida. Será en la década de los ‘90 cuando el modelo neoliberal impondrá sobre la clase trabajadora todo el peso de un programa económico y social que suponía la exclusión de enormes contingentes de la población del mercado de trabajo a través de la alta desocupación, el trabajo no registrado, la flexibilidad y precariedad de los ocupados, el congelamiento de salarios y un fuerte disciplinamiento. En este marco, una parte importante de la dirigencia sindical privilegió sostener las estructuras sindicales, o directamente hacerse beneficiaria de las prebendas que les concedía el gobierno menemista a aquellos dirigentes que acompañaron las medidas a cambio de la desmovilización.
Luego de una devaluación que supuso la pérdida del 30 por ciento del poder adquisitivo de los salarios en 2002, a partir de 2003 se inicia un proceso de recuperación, disminuyó a más de la mitad la desocupación de la mano de un incipiente desarrollo industrial, se llevaron adelante políticas sociales que, sin cambiar los rasgos de segmentación típicas de la década anterior, ampliaron el número de beneficiarios de manera exponencial. Se implementaron políticas con fuerte impacto favorable sobre la indigencia y en la educación, como el plan para menores de 18 años (que contiene aspiraciones universales), y se recuperó cierta cultura asociada al trabajo, por ejemplo a través del Plan de Cooperativas Argentina Trabaja.
En este marco se dieron por tierra algunos aspectos de la normativa laboral anterior, en especial aquellos relacionados con la facilidad en la entrada y salida de trabajadores. Y los sindicatos recuperaron parte del protagonismo perdido conduciendo la conflictividad social y constituyéndose en aliado estratégico del gobierno. Se presenció un aumento del activismo de base en los lugares de trabajo, acto reflejo de una rica tradición argentina que forma parte de la cultura obrera.
El presente del movimiento obrero no es idílico: a sectores emergentes como los trabajadores de los call centers e informáticos se les niega recurrentemente su sindicalización, todavía existe entre 8 y 10 por ciento de la población desocupada, sectores como el rural o el textil en la informalidad y los salarios en muchos casos sólo compensan la inflación. Pero está claro que para realizar un balance correcto de dónde nos encuentra el Bicentenario no alcanza con mirar un puñado de indicadores, si en ellos no se incluye la situación objetiva en que se encuentra el movimiento obrero. Las deudas para con los trabajadores permiten observar el futuro para delinear lo que aún nos falta, para tener un país más justo y equitativo
* Investigador del Conicet y docente de la UBA, sociólogo del trabajo.
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