ENFOQUE
› Por Eduardo Lucita*
A poco de iniciada la actual crisis mundial comenzaron a circular versiones de reformas del sistema financiero. Estos cambios serían significativos y alcanzarían también al FMI. En Argentina cobró fuerza la idea de una nueva ley de entidades financieras y otra carta orgánica para el BCRA. A nivel mundial poco y nada se ha hecho hasta ahora, y a nivel local el debate está por comenzar.
Lo cierto es que la demanda de regulaciones en el sector financiero se instaló en la escena internacional. Desde las primeras reuniones del G-20 diversos países han reclamado penalizar los paraísos fiscales, regular y establecer controles a la actividad financiera; reformar el FMI, tanto en su composición, otorgándole mayor preponderancia al BRIC, como en los criterios para otorgar préstamos. Sin embargo, el G-20 acordó reforzar la presencia del FMI, ampliando significativamente su capacidad prestable y de contralor, y por lo tanto reimponiendo criterios neoliberales que estallaran en la crisis. Fue el único acuerdo general logrado y no hay ningún atisbo de una regulación internacionalmente coordinada.
La reforma en EE.UU., que luego de un año de intensas discusiones fue aprobada en el Parlamento y caracterizada por la administración Obama como “la reforma de regulación del sistema financiero más importante desde la gran recesión de los años ’30” es en realidad un pequeño conjunto de modificaciones que limitan tibiamente la actividad bancaria, pero que no preocupa a los bancos. No avanza sobre la estructura de negocios, sobre el apalancamiento sin límites, tampoco sobre la enorme concentración del sector. Presionados por el capítulo europeo de la crisis en Alemania y Francia, en una carta conjunta, solicitaron a la Comisión Europea “apurar los trabajos para una urgente regulación financiera”. En Europa se discute poner un impuesto a los bancos constituyendo un fondo especial para enfrentar futuras recaídas de la crisis; también sobre la conveniencia de prohibir aquellas operaciones financieras que alimentan la volatilidad de los mercados. Nada de esto se ha hecho hasta ahora.
Aquí recién se aproxima el debate. El sistema financiero tuvo su propia crisis en el 2001, los bancos se ajustaron, se concentraron y hoy nadan en la abundancia, con tasas de ganancias superiores a las del período anterior, como lo muestra acabadamente el informe del suplemento Cash del domingo 15 de este mes. Argentina muestra una diferencia con los países centrales, allá los intentos de reforma son resultado de la crisis mundial, por el contrario aquí tiene que ver con terminar con una rémora de la dictadura: la Ley de Entidades Financieras de 1977 que desreguló la actividad financiera, dejando librada la tasa de interés al libre juego del mercado, dio plena libertad al movimiento de capitales, abriendo un claro canal para la fuga de divisas; estimuló el ingreso de nuevas instituciones al sistema, con lo que ayudó a la concentración y a la extranjerización; en lugar de fijar taxativamente lo que un banco debía realizar dejó un abanico muy amplio fijando sólo lo que no se podía, por lo tanto favoreció la especulación en detrimento del financiamiento a la actividad productiva. Desde entonces esta entidad ya no fijaría la tasa de interés ni orientaría la inversión hacia las ramas productivas.
Tres décadas después, y varios gobiernos democráticos de por medio, aquellas reglas se mantienen hasta hoy con pocas modificaciones. Resultado: los bancos están montados en una enorme masa de dinero que sólo prestan para el consumo y a tasas verdaderamente confiscatorias, prácticamente no hay crédito a la inversión. Les resulta más rentable financiar tarjetas de crédito y prestarle al Estado. Se ha presentado en el Congreso un proyecto de “ley de servicios financieros para el desarrollo económico y social”. Sus aspectos principales radican en que define la actividad como un servicio público; establece que la política crediticia no puede quedar librada al mercado, por lo tanto regula las tasas de interés; define tasas máximas para micro y pequeñas empresas y para créditos personales de bajo monto. Direcciona el crédito obligando a los bancos a prestar no menos del 38 por ciento de sus carteras al sector privado a micro, pequeñas y medianas empresas y un 2 por ciento a microemprendimientos. Apunta a la desconcentración del sistema estableciendo que ninguna institución privada puede tener una participación mayor al 8 por ciento del total. Se completa con un conjunto de medidas tendientes a la regulación, la protección de los usuarios y depositantes, defensa de la competencia y la democratización de los servicios.
Así como está presentado y de aprobarse será un progreso respecto de la situación actual, que debiera articularse con la reforma de la Carta Orgánica del BCRA para, entre otras cosas, fijar encajes diferenciados para movilizar fondos ociosos hacia el sector productivo. Sin embargo, no resuelve el problema de fondo: la financiación de la acumulación de capitales en el sector productivo y áreas estratégicas, fundamentalmente un proceso de industrialización. El país es prisionero de una lógica por la cual el sector privado no proyecta grandes inversiones reproductivas y el sector público no radica inversión en sectores estratégicos. El resultado es una ecuación donde los bancos hacen poco o nada para estimular o facilitar la demanda de financiamiento para inversiones y por otro lado no hay gran demanda de crédito, ni privada ni pública, para grandes proyectos. Así el desarrollo del país está estrangulado: sólo hay crecimiento por la estimulación del consumo y las exportaciones.
Es ilusorio pensar que este estrangulamiento se romperá por el sector privado. Sólo es posible hacerlo desde el Estado
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