Domingo, 28 de noviembre de 2010 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
La inflación es el flanco débil de la economía. El “progresismo” que vota con la derecha anunció que haría de la cuestión inflacionaria el eje de su campaña electoral y los think tanks de la ortodoxia nunca generaron tantos papers midiendo cuánto sufren los más pobres por los aumentos de precios. Las denuncias de que la inflación licua la Asignación Universal por Hijo llevan la lógica al paroxismo. Tanta preocupación por los más desfavorecidos en el reparto contrasta con las recetas que vienen detrás, recetas que los mismos críticos aplicaron en el pasado generando buena parte de los pobres del presente.
En este escenario, tras la desaparición física de Néstor Kirchner se esperaban las señales de rumbo de la Presidenta, las que llegaron esta semana. La remake de la apuesta a un acuerdo entre el capital y el trabajo tiene por detrás el diagnóstico de que las causas de la inflación residen en la puja distributiva, una señal positiva desde la heterodoxia. En segundo lugar, el anuncio de que la cuestión del Indec no seguirá bajo la alfombra representa un avance. La ausencia de un termómetro oficial para obtener el quántum de los aumentos de precios tiene intensas consecuencias sobre las expectativas. No es una cuestión teórica, sino de la práctica cotidiana de los actores al momento de remarcar. Ambos anuncios fueron el reconocimiento, siempre desde la lectura gubernamental, de que si bien una inflación elevada es compensada por el crecimiento, socava las bases cambiarias del modelo. Ambos anuncios, además, están correlacionados: la dinámica de un acuerdo social supone contar con una tasa de inflación de referencia fiable.
El anuncio de que se le pedirá al FMI “asistencia técnica” para la confección de un IPC nacional fue para muchos la sorpresa de la semana. Ninguno de los economistas cercanos al Gobierno cree que el FMI pueda brindar algún saber técnico que no se consiga de mejor calidad en casa. Esto mismo le hicieron saber a Amado Boudou los académicos de las universidades nacionales que confeccionaron el hasta hoy ninguneado informe sobre el Indec. En el Ministerio de Economía explican que la demanda de saber técnico, casi una contradicción tratándose del FMI, no es el punto. Argumentan cuestiones de estricta realpolitik antes excluidas de la agenda de la actual administración. El FMI estaba a punto de “sancionar” al país, no por el capítulo IV, que establece las revisiones bianuales de las cuentas públicas de sus miembros, sino por el VIII, que refiere a la fiabilidad de sus estadísticas. El anuncio de Boudou, explican, contrarrestó la amenaza de sanciones en momentos en que se intenta regularizar la deuda con el Club de París.
Nadie se preguntó, al menos en voz alta, ¿y qué si el FMI sancionaba? Argentina no buscará en París recursos para financiarse, sino todo lo contrario: pagar. Lo que el FMI opine es en la práctica completamente irrelevante. No existe, como en el pasado, ansiedad por fondos frescos para cubrir déficit. Argentina creció y puede seguir creciendo con recursos propios.
Las temerosas segundas líneas del ministerio dicen que las señales amistosas hacia “los mercados” serían el retrasado sello esperado de la gestión Boudou. Lo más concreto tras el anuncio fue la reaparición de los muertos vivos. Recuperando el reflejo de pedir siempre más, los voceros de los ‘90, locales y del exterior, expresaron rápidamente sus dudas sobre la “verdadera voluntad” gubernamental de acercarse al Fondo. Para quienes consideran innecesario tal acercamiento, el consuelo es hacer lo mismo: dudar de hasta dónde llegará la lógica market friendly expresada por el ministro.
En tanto, la cuestión del acuerdo entre el capital y el trabajo es un poco más densa. Su lógica consiste en comprometer a los involucrados con el rumbo de la política económica. Para que esto suceda los empresarios deberían sofrenar su animal spirit y evitar el impulso de remarcar y los trabajadores contener sus ansias de recomposición salarial. Hasta hoy, este conflicto sistémico se habría expresado exclusivamente vía precios, lo que se trataría de evitar a futuro. Parece simple, pero no lo es tanto. La cuestión, como siempre que se habla de economía, son los incentivos; no las voluntades.
Como desde 2002 la competitividad de la industria y de la economía se basó en el diferencial cambiario, se supone que para los empresarios el incentivo del acuerdo sería que el peso no siga apreciándose, mientras que para los trabajadores se trataría de que la inflación no deteriore el poder adquisitivo del salario, algo que no parece estar sucediendo en la práctica, al menos entre los trabajadores registrados.
La situación es menos lineal y los incentivos parecen menos comunes.
- Primero, porque parte de la inflación es externa. Dejando de lado el número, tanto el Indec como las consultoras privadas acuerdan que los aumentos son hoy mayores en alimentos que en el resto de los rubros. Aunque parte de estas subas que se vinculan con la evolución de los precios internacionales, también deben mirarse las rentabilidades intrasectoriales: la carne y los lácteos, por ejemplo, compiten con la rentabilidad de la soja.
- Segundo, la industria agrupada en la UIA representa a lo sumo el 20 por ciento del Producto. Como destaca el discurso pro pyme, el grueso del empleo y del producto es generado por una multitud de empresas que venden en el mercado interno y no en el exterior –talleres de todo tipo, comercios, proveedores de servicios– y a las que, en su realidad inmediata, no les preocupa que la mayor inflación deteriore el tipo de cambio. Dicho de otra manera, para estas empresas la inflación es negocio en tanto pueda ir más rápido que los aumentos de sus costos. Esta situación plantea además el problema de quién se sienta a la mesa en representación de estos sectores dispersos y cuyo mark up, en consecuencia, escapa a la regulación.
- Por último está la amenaza del modelo alternativo. Para algunas producciones, en particular para determinadas grandes industrias y para los enclaves exportadores regionales, el tipo de cambio es un factor clave de su competitividad. Sin embargo, hoy existe un amplio sector de la economía argentina que podría convivir feliz con un tipo de cambio apreciado. No sólo los productores pyme de no transables mencionados, sino el campo con algo menos retenciones, los importadores y armadurías (desde electrónica a parte de la industria automotriz) y, por supuesto, el sector financiero. Todo ello se ata con las políticas market friendly que ensaya Boudou, un esquema que, como en el pasado, sólo puede cerrar en un horizonte de mediano plazo
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