ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
La prensa económica local, mayoritariamente afín a la ortodoxia, siempre fue muy eficiente en construir axiomas muy simples para sintetizar problemáticas complejas para, después, transmitirlas con facilidad al público no especializado. Si a esta capacidad se agrega un toque publicitario, los axiomas creados pueden transformarse en consignas. Quizá el ejemplo más logrado haya sido el slogan: “Achicar el Estado es agrandar la Nación”, que no sólo sintetizó los objetivos globales del neoliberalismo de época, sino que hasta les imprimió un tono épico.
Pero el tema no es la historia. La capacidad de los medios para construir axiomas no perdió su fuerza. Sobre el imaginario del presente siguen pesando muchos de los conceptos creados y elevados a dogmas en tiempos de la convertibilidad. El debate por la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central exhumó conceptos mal enterrados como “reservas de libre disponibilidad”, “intangibilidad” y el que será recordado como más absurdo: la “autonomía” del Banco Central.
La idea de los “Bancos Centrales autónomos” fue un caballito de batalla de los organismos financieros internacionales. Cuando se habla del Consenso de Washington normalmente se recuerda la apertura, la desregulación y las privatizaciones, pero no los “procesos independentistas” de las autoridades monetarias. En este sentido, las fechas de estos procesos son indicativas: Chile realizó su reforma en 1989, Argentina en 1991, Venezuela en 1992 y México en 1994. La argumentación sostenía que “el mantenimiento del valor de la moneda”, la política monetaria, era una función eminentemente técnica, escindida de la política económica global y, en consecuencia, debía dejarse en manos de los técnicos. Técnicos que, además, creían en esta autonomía y, por lo tanto, estaban libres de influencias de “la política”. En sus propios términos, la discusión roza el absurdo. Vedarle a la conducción económica el manejo de la política monetaria ya es en sí misma una acción política. Un ejemplo de esta negación fue la propia convertibilidad, que reducía la política monetaria a la mera tasa de conversión.
Aunque no bajen las banderas, hoy ni siquiera los sectores más recalcitrantes de la oposición enfatizan en la autonomía, sino en cuestiones como la “intangibilidad” de las reservas y, en particular, en su porción de “libre disponibilidad”, un concepto que debería desaparecer si se quiere terminar definitivamente con el imaginario de la convertibilidad. En concreto: la idea de que existan reservas de “libre disponibilidad” supone que hay una porción “no disponible”, aquella que “respalda la base monetaria”. Este concepto no existe en otros bancos centrales de la región y es herencia pura de la convertibilidad.
Sobre estas ideas se apoyó la oposición económico-mediática desde tiempos del ocaso de H. Martín Pérez Redrado, uno de los pecados de juventud del kirchnerismo, cuando se intentó trabar el uso de las reservas para el pago de deuda pública. El caballito de batalla de entonces, remozado con fruición por estos días, era “van por las reservas”. El reduccionismo de la crítica opositora, eficiente para transmitir el discurso, aunque menos para conseguir votos, sostiene que el único norte de la actual administración es “la caja” y su apropiación.
Nadie discute la importancia de mantener un nivel adecuado de reservas internacionales. Por ejemplo, en la reunión de banqueros centrales de la región realizada en Buenos Aires se concluyó que: “Los resultados de la encuesta sobre reservas internacionales corroboran la relevancia y efectividad de la acumulación de reservas como mecanismo para enfrentar los choques externos”. De hecho, las reservas del BCRA, a pesar de todos los pagos realizados y de las intervenciones en el mercado cambiario, se mantienen desde hace tiempo en torno de los 47.000 millones de dólares. Lo que sí se discute es el intento de vedarle al sector público el acceso a recursos propios en caso de necesidad invocando una presunta intangibilidad, o un poder autónomo de la autoridad monetaria, o la existencia de un presunto cuarto poder entre los poderes de la República. La Carta Orgánica del BCRA hace tiempo que dejó de estar acorde con la macroeconomía.
Más allá de las complejidades que quieran imprimirle algunos economistas, un escenario en el que el Ejecutivo no tiene acceso a sus recursos sólo deja tres alternativas: devaluar, caso en el que las reservas de libre disponibilidad aumentan automáticamente, realizar un ajuste fiscal purificador, con las consecuencias conocidas, o endeudarse, el sueño del sector financiero y del antecesor de Mercedes Marcó del Pont.
Pero yendo a las esencias, ninguna de estas alternativas por sí sola puede conjurar la principal disyuntiva a futuro de la macroeconomía actual, que es la restricción externa. Para evitar este límite sólo hay dos caminos. Sustituir importaciones y aumentar la inversión pública. Ambos objetivos están íntimamente vinculados, pero a la vez, no están separados del nuevo rol que se le dará al Banco Central. Además, ni la sustitución ni, por definición, la inversión pública dependen de la espontaneidad del mercado. En la historia económica no hay antecedentes de procesos de desarrollo sin la mediación de una decidida inversión pública, la que hoy ronda “apenas” el 4 por ciento del PIB, mejor que en otras épocas, pero pobre para extender en el tiempo el proceso de desarrollo con inclusión
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