ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
El precio del dólar siempre fue una variable clave. Al menos, desde el “deme dos” de los viajeros felices de José Mercado Martínez de Hoz a la convertibilidad del “desiluminado” Domingo Cavallo, se sabe que las capas medias son muy felices con el dólar barato. Menos marketinero es que bancos y multinacionales también comparten esta felicidad pródiga para las ganancias en moneda dura. En este marco, no deja de llamar la atención que los heterodoxos del presente se hermanen con los neoliberales populistas de ayer en, al menos, un axioma discursivo principal: la bondad de los salarios altos en dólares. El credo no escrito sostiene que “la sobrevaluación cambiaria es buena para los ingresos de los trabajadores”. Decir lo contrario significa pertenecer a la horrenda casta de los devaluadores. Que tal afirmación provenga de la ortodoxia que hace lecturas ahistóricas de los procesos económicos, vaya y pase, pero que lo afirmen muchos heterodoxos no deja de ser insólito: la participación de los trabajadores en la distribución del ingreso no está determinada solamente por el valor nominal de sus salarios en un instante del tiempo, sino especialmente por su poder relativo en la puja por la distribución, el cual depende a su vez del nivel de empleo y de actividad, ambos correlacionados en el mediano plazo con el tipo de cambio.
Al margen de las cruzadas discursivas, tras las restricciones cambiarias, con prescindencia de su intensidad y duración futura, el dólar dejó de ser lo que era. Los informes de las consultoras ya lo ubican a 6 pesos por unidad para fines de 2013, proyección que, dado todo lo que falta, contiene una buena dosis de audacia. Hasta el lejano fin del próximo año habrá que ver qué sucede con la inflación, con las alternativas de reserva de valor en pesos y, por supuesto, con la cosecha de cereales y oleaginosas. También con a qué valor de la divisa podrán liquidar los exportadores con el correr de los meses. Cualquiera sea el caso, la percepción indica que el llamado “cepo” puso fin, voluntario o no, a la continuidad de la revaluación. Por ello es un buen momento para analizar el resultado hasta el presente de esta revaluación cambiaria y, en particular, volver a preguntarse qué tan revaluado está el peso y hasta dónde el freno de la actividad económica durante el primer semestre fue un fenómeno vinculado.
En su último informe, Estudio Bein reseña que entre fines de 2009 y diciembre de 2011 los salarios aumentaron el 50 por ciento en dólares. Luego, desde fines de 2010 al presente el dólar se apreció el 15 por ciento, pero 24 por ciento el multilateral y 32 por ciento el bilateral con Brasil. El informe indica que este desbalance entre costos internos y precio del dólar se manifestó en las cuentas externas. Las importaciones de 2011-2012 estuvieron 41 por ciento por encima de las de 2007-2008. Para curarse en salud de una restricción externa el Gobierno tomó las medidas conocidas, restringió las importaciones y el giro de utilidades primero y después, tras un año de mala cosecha, avanzó sobre el mercado cambiario.
De todos modos, hasta 2010 todavía existía un importante superávit externo de más de 3000 millones de dólares. Según las cuentas de Estudio Bein, “retrotraer la foto” a ese momento significaría llevar el dólar a 5,40 pesos; apenas un 15 por ciento por encima del oficial, pero por debajo del negro, que supera los 6 pesos. La primera conclusión es que el desfasaje cambiario no parece crítico.
El informe también plantea que la revaluación vivida fue la contracara de la inflación en dólares. La expresión es útil por su capacidad explicativa, pero no deja de ser un juego de palabras. Lo que sucedió fue que hubo inflación en pesos y, en tanto el diagnóstico fue que esta inflación era producto del derrame interno del valor de las commodities, se utilizó al dólar como “ancla” cambiaria, de allí el desfasaje provocado.
Una segunda cuestión es la competitividad, especialmente vinculada con los ingresos de los trabajadores. Todas las controversias en materia cambiaria enfatizan en la evolución de los salarios en dólares. Destacan especialmente el salto del 50 por ciento durante el bienio 2010-11, quizá porque en este período se superaron los niveles nominales de 2001. Está claro que ninguna economía capitalista puede soportar en forma permanente una expansión salarial de esta magnitud sin deteriorar su competitividad. Sin embargo, conviene advertir los detalles: si se toma como base 100 al nivel de salarios en dólares que se pagaban en 2001, antes de la salida de la convertibilidad, este nivel es en la actualidad de 126. Pero el dólar no es una medida inmutable de valor; también se devalúa. Si los salarios en dólares se deflactan por la inflación estadounidense, se tiene que su nivel actual es de 95, es decir, no 26 por ciento más que a la salida de la convertibilidad, sino 5 por ciento menos. Con este dato, el argumento de los salarios como factor principal de la pérdida de competitividad deja de ser el más relevante.
El factor que continúa presente, la tercera cuestión, es el del agotamiento de los márgenes; para la inflación interna y para el superávit externo. De aquí surgen las dos preguntas del millón para la economía que viene: cómo se controlará la inflación y cómo se avanzará en la sustitución de importaciones.
En materia de inflación existen algunas pocas certezas.
- Los frenos de la actividad de 2009 y 2012 demostraron que para el combate el ajuste no alcanza. La actividad cayó, pero la inflación sólo lo hizo en el margen. No es más que la receta de matar al perro para curar la rabia.
- Dado el componente inercial que se observa, los controles de precios tal como se aplicaron hasta el presente, por la vía del arreglo con algunos formadores, fueron insuficientes.
- Si bien existe correlación estadística entre precios internacionales de las commodities alimentarias e inflación interna, no alcanza para explicar el nivel que presumen quienes no creen en los números del Indec. La reconstrucción de la credibilidad en las estadísticas oficiales será un paso previo inevitable.
En materia de sustitución, una vez asumida la decisión política y la planificación, la gran duda es cómo se financiará en un marco, precisamente, de escasez de divisas. Más cuando no sólo será necesario financiar la sustitución misma, sino la transición, es decir: la importación de bienes de capital, insumos y combustibles hasta que logren reemplazarse localmente.
Como se observa son muchas decisiones para un gobierno que, como todos los gobiernos, no es uno sólo, sino una pluralidad de pequeños gobiernos sujeta, en todo caso, a un decisor de última instancia
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