ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Que bajo una administración justicialista una parte de la “columna vertebral del movimiento” se manifieste en contra del Gobierno hasta llegar a un paro nacional podría considerarse casi una anomalía. Más cuando por la vía de la deformación del instrumento extremo del piquete, desvío inaugurado nada menos que por las patronales agropecuarias, aunque también implementado activamente por el hoy disidente gremio de camioneros, el paro realizado semanas atrás fue más notable de lo que representan las fuerzas que lo impulsaron, cuadro al que no fue ajena la amplificación de la hiperactiva cadena nacional de medios privados. Pero este nuevo reagrupamiento de una porción del movimiento obrero es imposible de analizar por fuera de la complejidad de su dimensión política, que acumula rencores personales, resentimientos por desplantes y una nada despreciable dimensión de negocios vía recursos de las obras sociales. Sólo desde la puja política puede explicarse la acción conjunta, ahistórica, de gremios hasta ayer kirchneristas, del más conspicuo sindicalismo menemista y de una fracción de las corporaciones agrarias y su Tío Tom duhaldista. La participación en la patriada de la izquierda “luchista” es en cambio más comprensible: su despiste es tan histórico como proverbial.
El problema principal, entonces, no es el rejunte de los demandantes, sino la naturaleza de los demandados: ya no se trata de la tradicional mejora de salarios o de las condiciones laborales, sino del reclamo, más propio de capitalistas, de no pagar impuestos que, además, sólo alcanzan a una porción reducida de los trabajadores de más altos ingresos.
Que los desvíos y despistes comiencen por la política y la disputa con las corporaciones no quiere decir que no exista un sustrato económico. Hay datos de la economía que circunstancialmente pueden haber contribuido al desenfoque político. La mayoría de los indicadores de actividad muestran que en 2012 el contexto internacional golpeó más fuerte a la economía argentina que a la del resto de Latinoamérica, una evolución que es exactamente la contraria a la producida durante la crisis de 2009. Al igual que entonces, las razones deben buscarse en las políticas internas, directamente relacionadas con la evolución del estímulo a la demanda. La mirada de Keynes sostiene que el gasto debe expandirse en los momentos de baja del ciclo que, como hoy desconocen para su mal muchos países europeos, es el momento menos adecuado para pensar en reducir déficit. Quizá la principal diferencia entre 2009 y 2012 resida en que en el primer año las medidas anticíclicas, financiadas precisamente con impuestos, se tomaron con anticipación, como por ejemplo los Repro, que durante aquel año permitieron sostener los ingresos y continuidad del empleo de 135.000 trabajadores. Dicho sea de paso, 2009 fue el único año en que el mínimo no imponible de Ganancias no se aumentó.
Cualquiera sea el caso, en el presente el punto más crítico para los trabajadores es el freno de la actividad. Esto es así porque del crecimiento económico depende el nivel de creación de empleo, el que a su vez determina otra variable clave para los ocupados: su capacidad de negociación con la patronal, un factor endógeno para la redistribución positiva del ingreso. Luego vienen los factores exógenos de esta redistribución, que son los impuestos y transferencias, entre ellas los subsidios, los que erróneamente suelen considerarse en forma separada y no como la cara y contracara de un mismo proceso. En buena medida esta confusión se debe a que los medios hegemónicos machacaron el concepto de “la caja”, según el cual los impuestos no se recaudan para gastarse en las políticas públicas, como por ejemplo los subsidios a la energía y al transporte, la educación y la salud, todos ingresos extrasalariales, sino para ser depositados en el figurado cofre de “la caja”.
Es probable que esta visión haya aportado a la deformación conceptual que hoy se encarna en el principal reclamo del gremialismo opositor, el que desdeñando el uso social de los impuestos, su rol en la redistribución del ingreso y en la restroalimentación del crecimiento, concentra sus reclamos en que la porción mejor remunerada de su clase aporte lo menos posible al proceso del que se beneficia.
Una segunda cuestión es poner en contexto la significación de Ganancias al interior de la clase trabajadora. El primer dato es que 3 de cada 4 asalariados registrados, exactamente el 75,2 por ciento, no paga el impuesto. El resto, 1 de cada 4 trabajadores, recibe el 53,4 por ciento de la masa salarial total. Luego, más del 85 por ciento de los trabajadores que pagan Ganancias se encuentran en los últimos dos deciles de ingresos. A ello se suma la progresividad del tributo. Para que se entienda bien: un trabajador soltero y con hijos con un salario bruto de 10.000 pesos mensuales paga lo mismo de Ganancias que de cuota sindical. Estos datos explican el porqué del concepto de “aristocracia obrera”.
Podría creerse, entonces, que la situación de Ganancias sería un problema propio de la Argentina, inexistente en otros sistemas tributarios de la región, pero los números lo desmienten. En el país, el mínimo no imponible equivalía, a fines de 2011, a 3,5 salarios mínimos. Para la misma fecha, esta relación era de 2,8 en Brasil, 2,7 en Chile y 2,4 en Uruguay.
¿Entonces es un problema de alícuotas? En Argentina la tasa máxima de Ganancias llega al 35 por ciento, en Chile al 40, en Estados Unidos al 42, en Alemania al 45 y en Gran Bretaña del 50 por ciento. En el mercado local resta mucho por hacer en materia de progresividad del impuesto.
Finalmente, que el principal reclamo del gremialismo opositor sea “la baja del mínimo no imponible de Ganancias” es una muestra indirecta de la mejora relativa en las condiciones de la clase trabajadora desde comienzos de siglo, tiempos muy recientes en los que ni siquiera se reclamaba por salarios, sino simplemente por inclusión
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