ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
La muerte de Hugo Chávez, como todo final, es también tiempo de balance. Quienes valoran su legado destacan los impresionantes progresos sociales durante sus sucesivos gobiernos. En particular algo que lo emparienta con el primer peronismo: la visibilización y empoderamiento de sectores sociales hasta entonces sumergidos, proceso que cristalizó especialmente en más salud y educación, con eliminación del analfabetismo y mejoras en la distribución del ingreso, que en Venezuela es, sobre todo, reparto de la renta petrolera.
De este último punto surge una de las críticas desde adentro, naturalmente usada desde afuera: los escasos avances logrados en la diversificación de la matriz productiva venezolana, caracterizada por la extracción de hidrocarburos, los que en forma de materias primas explican alrededor del 90 por ciento de las exportaciones. Pero criticar a Chávez por no haber hecho también, y en sólo 14 años, una revolución industrial en un país atrasado y monoproductor extractivo es cuanto menos superficial. En todo caso, las transformaciones sociales del chavismo, con el avance hacia un pueblo educado, sano y empoderado, representan la base indispensable para apenas comenzar a delinear una economía más avanzada.
Pero esta economía más avanzada depende a su vez del legado que Chávez dejó para la región. El líder bolivariano será recordado como un luchador por la recuperación de la conciencia continental, por devolver al centro de la escena dos ideas fuerza negadas por los regímenes neoliberales: la unidad latinoamericana y el antiimperialismo.
Para los economistas, estas ideas fuerza no remiten sólo a valores o sentimientos, sino que representan presupuestos para el desarrollo. Por lo menos desde Adam Smith, que en su Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones señalaba al mayor tamaño de los mercados como una de estas causas, se conocen las múltiples ventajas de los mercados ampliados. Pero no se trata sólo de mercados. Como ayudó a recordar Chávez con su ya mítico “ALCArajo”, no es lo mismo libre comercio que integración económica, un camino bastante más arduo.
El “continentalismo”, como en su momento ocurrió con el socialismo, es una de esas ideas que suelen darse por descontadas. Hasta el mismo Perón, en las entrañables entrevistas madrileñas de 1971 del Grupo Cine Liberación, anunciaba que el mundo iba hacia al continentalismo. Aunque se trata de una tendencia probable, el camino no parece tan directo. Al menos a la luz de experiencias contemporáneas, desde la de la Unión Europea, una estrella que día a día pierde su brillo ahogado por las recesiones de su periferia, hasta el mismo Mercosur, que en lo económico no logró todavía ir más allá de una unión aduanera.
Hoy avanzar hacia la unidad latinoamericana, el sueño de los próceres de la primera independencia, supone la integración económica. Chávez, junto a otros líderes regionales como Lula Da Silva y Néstor Kirchner, seguidos por Evo Morales, Rafael Correa y CFK, comenzaron a andar este camino. Su prerrequisito es dejar atrás cualquier resabio neoliberal. Como señala el economista Eduardo Crespo en el número 2 de la revista Argentina Heterodoxa, “una integración regional duradera requiere que se construyan aparatos estatales más robustos que los nacionales, en condiciones de impulsar políticas desarrollistas y de encarrilar el conflicto de clases, para que este no se convierta en una traba al desarrollo de las potencialidades productivas”. “La integración –continúa– debe facilitar, y no entorpecer, la injerencia estatal en los asuntos económicos.”
La idea de la integración en un supra Estado supone dos cosas:
1. La capacidad para movilizar recursos productivos y planificar. En este punto, Crespo recurre al ejemplo del impresionante crecimiento de Occidente durante la posguerra, parcialmente explicado por la “herencia organizativa de la Segunda Guerra Mundial”. Contrasta la movilización y abastecimiento de millones de soldados, el fuerte desarrollo tecnológico y la construcción de enormes obras de infraestructura en tiempos record, con la situación de los gobiernos de Occidente durante la crisis del ’30, cuando todo se reducía a ajustar los gastos a ingresos tributarios y se declaraban incapaces de realizar obras públicas que a posteriori parecerían insignificantes.
2. Aumentar el poder para enfrentar a los poderes externos, desde “los mercados” entendidos como el impersonal de los poderes financieros globales, hasta Estados Unidos, quien a la luz de los acontecimientos actuó recurrentemente en contra de las decisiones autónomas de los Estados y de la integración. Basta recordar, sólo tomando sucesos del siglo XXI, su aquiescencia con el fallido golpe en Venezuela de 2002 o con el de Honduras en 2009. El antiimperialismo aparece así como un prerrequisito para la integración económica.
Transmitir esta conciencia a millones de venezolanos y latinoamericanos es uno de los principales legados de Hugo Chávez, una herencia muy similar a la de Bolívar y San Martín, y la materia base para la segunda independencia, la única que permitirá un continente integrado y económicamente avanzado
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