Domingo, 28 de julio de 2013 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
El regreso a escena de proyectos para gravar la renta financiera vuelve inevitable el repaso de algunas ideas. A primera vista, la cuestión impositiva parece aburrida, o muy técnica. Nada de eso. Primero, porque los impuestos y transferencias, junto con la política monetaria, son las herramientas centrales de la política económica, pero fundamentalmente, porque la estructura tributaria de cualquier Estado dice mucho sobre su grado de evolución y democratización real. El hacedor de política tributaria actúa primero sobre relaciones de poder y en un marco ideológico, pero al mismo tiempo incide sobre el comportamiento de mercados particulares y sus actores. En consecuencia debe tener la capacidad de adelantarse a los resultados macroeconómicos, no sólo a los contables, y a la reacción de los afectados. La caída de la resolución 125 en 2008 exime de mayores ejemplos.
Aunque es casi un lugar común hablar de la reforma tributaria como una política pendiente de la actual administración, en términos históricos existieron algunos logros importantes. Entre ellos destacan el establecimiento de retenciones al comercio exterior; un mecanismo indirecto para gravar rentas y ganancias extraordinarias, regular precios internos y, dadas las alícuotas inversamente proporcionales, incentivar la agregación de valor. La segunda fue la recuperación de la recaudación previsional, hecho fundamental si se tiene en cuenta la relación entre desfinanciamiento del Estado y deuda pública en los ’90, componentes tácitos de la creación del negocio bancario de las AFJP. Un tercer punto fue la mayor eficiencia, siempre perfectible, del control de la AFIP. La cultura tributaria jamás surge del espontáneo don de gentes y sentido social de quienes tributan sino que demanda la presencia constante y convincente del poder de policía de los entes recaudadores.
Las voces críticas, en tanto, sostienen que el modelo actual no avanzó lo suficiente en el aumento de la tributación directa sobre los ingresos y se mantuvo concentrado en los impuestos indirectos, como los que gravan al consumo. La idea detrás de cualquier sistema progresivo es que la carga tributaria pese más sobre quienes tienen mayor capacidad contributiva, objetivo de equidad que muchas veces se subordina a cuestiones como la facilidad y automaticidad en el cobro, como sucede con el IVA y transferencias bancarias.
Otras críticas sostienen que la actual administración no repuso tributos eliminados por la última dictadura, como el gravamen a la herencia, o graciosas concesiones del menemismo, como el tributo a las ganancias de capital de las personas físicas, eliminado en 1991 en tiempos de glorificación de la curva de Laffer.
Sobre el Impuesto a las Ganancias, las críticas son de amplio espectro, desde una alícuota máxima muy baja para las ganancias personales a muy alta para las empresas, ambas hoy en el 35 por ciento. También se critica la ampliación constante del universo de asalariados alcanzados; en buena parte por causa de la inflación antes que por el aumento de ingresos reales. En este contexto, la voluntad de recomponer relaciones con parte del poder sindical motiva que en el gobierno se evalúe disparar el mínimo no imponible a niveles muy altos, una opción menos preferible que trabajar en el cambio de las alícuotas, bajándolas en los segmentos más bajos y subiéndolas en los más altos. Aunque suene obvio, esta sintonía fina puede volverse obsoleta en contextos de alta inflación, en los que resulta difícil distinguir entre ganancia real e ilusión monetaria. Se agrega así una condición adicional a la equidad y a la cobrabilidad: la oportunidad de las reformas.
“Oportunidad” es precisamente la clave para evaluar la imposición a la renta financiera. La cuestión debe analizarse en dos partes. La primera es detenerse en los efectos de gravar esta renta en el actual contexto macroeconómico. La segunda es considerar que se trata de una forma particular de un espectro más amplio: las ganancias de capital, las que hoy sólo pagan las empresas.
Es fácil poner a la renta financiera en el lugar del mal, más dada la historia económica reciente, pero sucede que, contra el sentido común, el objetivo de los impuestos no es solamente recaudar. Sus efectos sobre mercados particulares son múltiples y, en tanto instrumentos de política económica, afectan variables como la inversión y el empleo. Hoy existe un problema de dolarización de excedentes directamente relacionado con los bajos incentivos internos para optar por instrumentos financieros en pesos, como los plazos fijos, cuya tasa de interés efectiva se presume negativa dados los niveles de inflación no oficiales. Los mercados de acciones, en tanto, son casi marginales. Se necesitará profundizar en el contenido del proyecto que finalmente se presente, pero gravar plazos fijos o compraventa de acciones y títulos puede funcionar como un incentivo extra a la dolarización y a la salida de capitales. Un resultado probable para los bancos podría ser la salida de depósitos vis a vis el aumento de la demanda de cajas de seguridad. El resultado sería paradójico cuando lo que realmente se necesita es todo lo contrario: hacer más atractivos los instrumentos de ahorro en pesos. Y esto sin meterse en el más escabroso tema de cómo determinar, en contextos de alta inflación, que parte de los cambios patrimoniales son efectivamente renta.
Más interesantes son los planteos, como los realizados por el economista Jorge Gaggero, que aconsejan centrarse en las ganancias de capital de las personas. Estas ganancias son las originadas en el cambio del valor de los activos y pasivos a través del tiempo, las que como se dijo, abarcan a la renta financiera, pero sin afectar el funcionamiento de los instrumentos financieros, sino yendo directamente a los ingresos personales, como cabe esperar de un sistema tributario moderno. En 1946, por ejemplo, se estableció un tributo de este tipo, conocido como “impuesto a las ganancias eventuales”, que gravaba, con un tasa del 15 por ciento, todas las ganancias de capital no alcanzadas por Ganancias, tales como la venta de inmuebles, acciones y títulos, y otros similares, incluyendo los premios de lotería y juegos de azar. Debilitado desde los años ’70, el impuesto, como se dijo, fue eliminado por otro gobierno peronista en 1991
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