ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Hay pocas cosas en el país que pueden ir por su 127ª edición anual. Pero tratándose de una institución que se considera anterior a la patria, como el autodenominado Campo, no debe sorprender este “antiguo arraigo” de la “tradicional muestra” que todos los inviernos se repite en el usurpado predio de Palermo.
Debe reconocerse que el carácter de okupas no es el que mejor sienta a esos pocos que se consideran a sí mismos “la tierra y el paisaje”, los dueños de todo. Pero, entre continuidades, siempre consiguen sorprender. Nunca falta el dirigente nuevo dispuesto a regodear a sus pares extremando la impronta oligárquica, dispuesto a ejercer ese gorilismo acérrimo, impertérrito, en el que las pelambres se lucen sin culpa, con alegría y, por supuesto, con furia; con mucha furia.
Las adjetivaciones de los medios afines también son tradicionales: la muestra siempre es “una caja de resonancia” del humor sectorial, que salvo bajo auges neoliberales, dictaduras incluidas, siempre es de “malestar”. Una letanía permanente que los mismos quejosos considerarían más propia del pobrerío y que contrasta con esa riqueza que, en sus variantes más toscas, aparece inocultable en cada rincón de la muestra: en los stands, en los ganados expuestos y sus precios, en los atavíos y en los rostros orondos y bien alimentados de los latifundistas.
Al tope del ranking de odios genéricos están los impuestos, leve detrimento de la rentabilidad extraordinaria y fuente de todo mal. Muy de cerca les sigue el que los cobra: el Estado. Y a la cabeza de los odios específicos está el Gobierno que hace que el campo pague.
Pero no todo es solamente dinero. Estando involucrada tanta tradición conviene dejar de lado, al menos por un momento, los reduccionismos materialistas. Parte de la furia ocurre por el choque de visiones del mundo. La visión que el sector agropecuario construyó de sí mismo abreva en la corriente fisiócrata según la cual el agro sería la única fuente de riqueza y de la que el resto de la sociedad sería vulgar parásita. Las cuentas que exhiben los ruralistas los ubican como los principales proveedores de divisas. Luego, cuando suman el aporte sectorial al PIB, se olvidan de que son meros productores primarios y agregan a toda la agroindustria, el transporte y la logística. Y si se los deja, también describen como generación de riqueza propia todo lo que demandan, desde las adquisiciones como reserva de valor, como podrían ser los inmuebles urbanos y con ellos la industria de la construcción, a la sumatoria de insumos y bienes de capital; desde la industria semillera a la metalmecánica que provee a la de maquinarias agrícolas.
Una segunda visión autorreferencial, más reciente, es la que abona el mito de la producción de alta tecnología. Si bien se trata de productores de bienes sencillos, primarios, sin transformación, es un dato del capitalismo en su etapa actual que no existe rama de la producción que no esté alcanzada por el desarrollo tecnológico global. Así, por ejemplo, las simples semillas son el producto de complejos procesos de diferenciación del capital, que autonomizaron la innovación. Pero aunque parezca obvio decirlo, los paquetes transgénicos no son de ninguna manera el resultado del modelo de sociedad que propone la SRA. Lo mismo sucede con la industria espacial, que es el resultado de la evolución de los complejos militares industriales globales. Que una sembradora utilice posicionamiento satelital o que la agricultura de precisión recurra a sensores de humedad del suelo no quiere decir que estos avances sean generados por el agro, como sus apologistas de suplementos rurales intentan legitimar.
Por el contrario, estas tecnologías son las que, para amortizarse, demandan producir a mayor escala, expandiendo las superficies rentables mínimas, a la vez que reducen la demanda de mano de obra por hectárea. El desarrollo tecnológico es lo que hace que el campo necesite cada vez menos gente, situación que no debe juzgarse en términos de bien y mal; sólo es el modo en el que el capitalismo avanzado produce commodities.
Esta visión autorreferencial de los capitalistas del agro es la que legitima su modelo preferido de sociedad. Unas pocas familias, quizá 2 o 3 mil, explotando grandes extensiones, con bienes de capital e insumos de “alta tecnología”, sin que ningún Estado les cobre mayores impuestos y con el resto de la sociedad, millones de personas, arreglándose como puedan en las actividades subsidiarias. De más está decir que éste no puede ser el modelo de desarrollo de ningún país. Por el contrario, un país en desarrollo debe cobrarles impuestos a quienes explotan un bien social como la tierra y, con ellos, aportar a la mejora de la productividad de los restantes sectores en busca de un mayor equilibrio de la estructura productiva, algo que actualmente se hace por vía arancelaria con resultado dispar.
Debe reconocerse, no obstante, que la actual administración brindó algunos motivos extra impositivos para la furia atávica de los dueños de la tierra. Tradicionalmente, palabra cara al sector si las hay, su muestra anual solía ser visitada por los presidentes de turno. La visita era un lucimiento especial que reflejaba la unidad entre el poder político y el económico. Eran los tiempos en que nunca faltaba “un hombre de campo” en el gabinete. Tiempos de gloria en que los gabinetes mismos llegaron a decidirse en el Jockey Club. La presencia de la máxima autoridad política solía venir acompañada de anuncios, concesiones o, en el peor de los casos, promesas. Era, también, una oportunidad para mostrar contentos y rechazos. Dos botones de muestra en el picadero: el paseo triunfal del dictador Jorge Videla y los abucheos a Raúl Alfonsín. Pero eso que J. W. Cook denominó el hecho maldito del país burgués –salvo bajo la anomalía menemista; que invirtió los términos– llegó para poner fin a tanta armonía. El kirchnerismo hasta privó a la Rural de la asistencia del ministro del área. El tan odiado Estado abandonó su presencia en la muestra inclusive a través de organismos directamente vinculados con el sector como el INTA o el Senasa. Fue, primero, una cuestión eminentemente práctica: no ofrecer blancos fáciles para los cachetazos y su amplificación mediática. Segundo, una cuestión esencialmente ética. Al margen de la escasa representación sectorial de la Sociedad Rural sobre el conjunto del pujante complejo agroindustrial, el Estado no puede estar presente en un evento realizado en un predio que le fue usurpado. Sería una inconsistencia grave que, sin embargo, no parece afectar a la mayoría de los dirigentes opositores, quienes, por el contrario, consideran tal asistencia como un acto proselitista. Los resultados que luego consiguen en las urnas, salvo en algún enclave, son apenas una muestra de cómo la sociedad argentina premia hoy a quienes rinden pleitesía a facciones crecientemente minoritarias del poder económico
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