Dom 15.12.2013
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ENFOQUE

Marihuana, aborto y dólares

› Por Claudio Scaletta

El camino iniciado por Uruguay en materia de despenalización acotada de la producción y circulación de la marihuana será seguido de cerca por todo el mundo. Se trata de una alternativa lógica y necesaria a la notablemente fallida prohibición y criminalización, la que hasta ahora sólo demostró haber agravado la situación que pretendía combatir. Si bien se trata de un problema social de abordaje multidisciplinario, su dimensión estrictamente económica resulta especialmente rica. Desde esta perspectiva su raíz parece simple: “Si un bien o servicio, de la naturaleza que fuere, tiene demanda, aparecerá un mercado, legal o ilegal”. La ilegalidad puede ser un disuasivo moral, no económico. En este ámbito funcionará solamente como una traba a la circulación que aumentará el precio final del producto y en consecuencia, el excedente por sobre el valor de producción, es decir, la tasa de ganancia asociada con la comercialización. Cuánto más alta sea esta ganancia, mayores serán los incentivos para que el capital ingrese en esta rama de la actividad. Al mismo tiempo la ilegalidad también aumentará los costos. Al riesgo subjetivo de la potencial sanción penal se sumará la cadena objetiva de comisiones para ablandar el ojo del controlador: léase el aparato represivo del Estado, desde la policía, hasta el Poder Judicial y el político. Se tiene así un mercado, un excedente y un mecanismo ampliado de reparto de este excedente entre la multitud de actores interpuesta entre el productor y el consumidor, es decir, la cadena de valor de la droga.

Como en todas las cadenas de valor o circuitos de acumulación, el mayor poder a su interior lo tiene quien está más cerca del consumidor, es decir el comercializador, situación que se potencia aquí con la barrera interpuesta por la ilegalidad, lo que multiplica las ganancias. Dado que quienes ocupan el tramo final de la distribución de la droga al menudeo no necesitan mayor capacitación y que las ganancias son más altas que en los mercados legales, los capitalistas de la droga siempre dispondrán de una amplia oferta de mano de obra dispuesta a asumir el tramo de mayor riesgo penal, mano de obra que se organiza en células para evitar potenciales delaciones.

Como lo demostró de modo paradigmático la experiencia de la llamada Ley Seca estadounidense, que en la década del ’20 del siglo pasado prohibió el consumo de alcohol, una droga hoy legal, el único efecto de prohibir bienes con alta demanda es desarrollar mafias asociadas con su comercialización marginal. En el tramo final de la saga de El Padrino, de Francis Ford Coppola, se escenifica cómo las mafias que se enriquecieron con la comercialización clandestina de alcohol se reconvirtieron, luego de la legalización del producto prohibido, a la comercialización de las restantes drogas que se mantuvieron prohibidas. En la obra de Coppola también se dramatiza la interacción, en el momento de reciclaje del excedente, del conjunto de los beneficiados por la cadena de valor ilegal: mafiosos, policías, políticos y jueces. No ocurre sólo en las películas.

Ahora bien, para desempeñar su tarea con eficiencia, cualquier hacedor de política debe ser capaz de prever acabadamente los efectos de las políticas que propone. Si su objetivo es desalentar el consumo de drogas por razones morales, sanitarias o las que fueren, puede pensar en atacar la demanda o la oferta. El lado de la demanda escapa seguramente a cualquier acción de las burocracias estatales. Es una dimensión del alma humana, existencial. Recurriendo a un Heidegger de bolsillo, deviene de la existencia inauténtica, aquella que intenta negar la conciencia, la angustia, de la inevitabilidad de la muerte. No es cuestión de carencias materiales, no hay sesgo de clase en el consumo de drogas, en todo caso la clase incide en las calidades consumidas o, en el límite, en no salir a robar para comprar. Parecería más fácil meterse con la oferta, pero siempre aparecerá en tanto exista demanda. En consecuencia, la prohibición entraña asumir una guerra permanente con el aparato de comercialización marginal. Si se quiere atacar las causas y no los efectos es necesario apuntar a las ganancias inherentes a un mercado con restricciones, las que desaparecen con la legalización. Esta es la importancia del laboratorio social puesto en marcha por Uruguay. La legalización suma también ventajas adicionales, como la posibilidad de controlar la calidad del producto, un punto clave si realmente interesa la dimensión sanitaria del problema, la baja del precio final y una mayor visibilidad social del consumidor.

Un dato a considerar es que al igual que en cualquier cadena de valor, el circuito de la droga también tiene su lobby. El lector puede hacer su propia experiencia y observar el territorio donde, a su juicio y percepción, sospecha la mayor circulación de narcóticos. Luego debe escuchar a los representantes del aparato represivo y político del lugar. Verá que seguramente serán los que más duramente condenarán el uso de drogas y quienes más fuertemente abogarán por el mantenimiento de las prohibiciones. Es el lobby en acción. El establishment de los beneficiados por el excedente que genera la actividad ilegal.

Todas las consecuencias económicas detalladas para la cadena de valor de la droga son extensivas a cualquier prohibición en la oferta de un bien o servicio con demanda efectiva. Sucede con el aborto o con el dólar paralelo. Al margen de la valoración moral o subjetiva que pueda tenerse sobre el problema, nadie dejará de abortar porque esté prohibido hacerlo. El mercado del aborto igual se desarrollará, el servicio se encarecerá por la restricción y habrá quienes puedan pagarlo y quienes no. Quienes tengan recursos abortarán en una clínica en condiciones sanitarias adecuadas y no padecerán hemorragias por mala praxis. Lo mismo con las divisas, mercado en que las restricciones sólo generarán una brecha entre una cotización oficial y otra paralela. Finalmente, los mercados oficiales siempre son más fáciles de controlar que los marginales.

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