ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Que un Estado posea una “aerolínea de bandera” es un tema de debate. La argumentación más legítima tiene que ver con la integración territorial, con la importancia estratégica de la comunicación aérea, con la capacidad de regular un mercado complejo mediante la herramienta de una empresa propia, con brindar conexión también a destinos que no son rentables. La lista sigue, pero no son ninguno de estos puntos fundamentales, todos discutibles, los que ocupan el centro del debate público, o mejor dicho mediático. Sucede que el caso Aerolíneas concentra todos los componentes para funcionar como blanco de la disputa ideológica entre el Gobierno y el conjunto de la oposición, mayormente antiestatista y fuertemente ligada a la experiencia noventista. Así, el deseo de que a Aerolíneas le vaya mal no indicaría sólo un fracaso de gestión pública, sino el fracaso del modelo.
Los ’90 ocurrieron hace mucho. Toda una nueva generación de votantes no los recuerda. Existe un conjunto importante de la población para el que el discurso del déficit de balance y la presunta ineficiencia de la gestión pública no representa la remanida argumentación de base que legitimó los procesos de apertura, desregulación y privatizaciones de los ’90 y que condujo a la dilapidación del patrimonio social y al endeudamiento sistémico. Tampoco se recuerda o sabe que Aerolíneas es el ejemplo de lo peor de las privatizaciones, desde la venta a precio vil, con aviones cotizados a un (1) dólar, porque estaban contablemente amortizados, a sucesivas administraciones de empresas estatales y privadas españolas que, literalmente, apostaron a su vaciamiento. No hubo áreas sin destruir: la reducción y envejecimiento de la flota, el sistema de venta de pasajes, el abandono de destinos nacionales e internacionales, la pérdida de alianzas globales y la venta de inmuebles. Ni siquiera los simuladores de vuelo aguantaron la política de tierra arrasada. Para completar el panorama, directivos de la última empresa que gestionó Aerolíneas terminaron presos en su país de origen por delitos económicos. Y mientras todo esto sucedía, la prensa hegemónica local que hoy embiste contra la firma estatal, tomándose de cualquier dato con apariencia negativa, no publicaba estas noticias en sus primeras planas. El presunto déficit galopante con transferencias multimillonarias o el también supuesto copamiento por militantes rentados es algo que, al parecer, ocurriría fuera de la historia.
Vale recapitular que cuando el Estado se hizo cargo de Aerolíneas, asumió el control de una empresa devastada y en quiebra. Más allá de los argumentos de la hora, la decisión no se tomó pensando exclusivamente en la política de transporte o por razones de estricta soberanía aerocomercial. El transporte aéreo podría haberse resuelto fácilmente con una combinación de políticas de cielos abiertos, regulación y tarifas; era una elección posible. El funcionamiento en el país de la competidora LAN es un parámetro. Hasta un corredor federal podría construirse tarifariamente. Al momento de la reestatización, el verdadero problema que necesitaba resolverse era la situación de los miles de trabajadores de la empresa, agrupados en cinco gremios. En la operación fueron literalmente salvados muchos de quienes hoy parecen haber perdido conciencia del proceso histórico.
Pero la cuestión no se limita a la ominosa historia de la privatización y su salida. Mientras la crítica se concentra en sumar transferencias desde el minuto cero y plasmarlo en un título de primera plana –sin contar el vergonzoso panfleto de la Auditoría General de la Nación conocido esta semana, que analiza el peor momento de año y medio de gestión pública sobre un total de seis y que se presenta con tres años de demora– los resultados de la actual administración muestran una verdadera reconstrucción del patrimonio y los servicios de la empresa sobre todas las áreas duramente afectadas por la gestión privada. Tomando solamente los indicadores más gruesos se pasó de operar 42 aviones en 2009 a 70 en 2014, sin considerar la unificación y modernización de la flota. Junto al incremento en los destinos se pasó de transportar 5,3 millones de pasajeros a cerca de 10 millones este año, un aumento de casi el 90 por ciento. Ello permitió un crecimiento de los ingresos de 1100 a 1930 millones de dólares, un 75 por ciento. La suba posibilitó una reducción del déficit operativo del 66 por ciento, el que pasó del 78 al 22 por ciento de los ingresos, con la consiguiente progresiva reducción de los aportes del Estado. La cantidad de empleados aumentó en el total, pero por debajo de la expansión de la actividad. En 2008, los empleados por avión sumaban 300 y en 2014, 164. En el mismo período se pasó, en términos absolutos, de 1072 a 1303 pilotos, pero de 25 a 18 por avión. El balance preliminar no parece el de una administración dispendiosa, sino el de una que mejoró significativamente todos los indicadores. Finalmente, y a la luz de los resultados, cuando se hable del “déficit de Aerolíneas” convendría dejar de confundir gasto con inversión. Las transferencias capitalizaron la empresa. Excluyendo la mala fe, es difícil encontrar en estos números datos negativos sobre la gestión estatal.
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