ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Las malas noticias cotidianas sobre el rumbo de la economía y su gestión dogmática, con disparada del dólar hasta los 16 pesos y de la inflación al 4 por ciento mensual, con picos de más del 6 para la canasta básica alimentaria, sumado a la fuga de reservas internacionales por casi 1.700 millones en febrero y la caída del PIB según surge de la recaudación tributaria, no deberían nublar el análisis de la estructura, que es la que finalmente define las grandes decisiones y marca el rumbo.
Pensar en la estructura conduce inmediatamente a la palabra que mejor la describe en el presente: “fragilidad”. A su vez, esta fragilidad está definida por dos componentes relacionados: 1) El cambio del ciclo internacional de las commodities y 2) la restricción externa en un contexto nuevo. La interacción entre estos dos componentes da lugar a los problemas de sustentabilidad política en el marco del histórico péndulo distributivo entre gobiernos populistas y neoliberales.
En el fragor cotidiano frente a un gobierno que avanza a pasos de gigante hacia una nueva restauración neoliberal, suele perderse de vista que el ciclo de la economía local está altamente correlacionado con el de América Latina, primero, y del resto del mundo, después. 2015 fue el primer año de caída del PIB del conjunto de la región tras la recuperación del shock de la crisis estadounidense de 2009. De acuerdo a la base estadística de la Cepal, América Latina, excluido el Caribe, pasó de crecer al 6,3 por ciento en 2010 a una contracción el 0,4 en 2015. Si bien es cierto que el saldo negativo fue acelerado por el comportamiento de Brasil que, al igual que lo hace Argentina en 2016, se autoinfligió una fuerte recesión en 2015, también opera una tendencia de fondo y de más largo plazo, el citado cambio del ciclo internacional de las commodities.
En la primera década del siglo, la región se benefició fuertemente de la mejora de los términos del intercambio originada en el aumento de los precios de las commodities. Con matices la década de los 2000 fue de crecimiento para todos, con saldos de cuenta corriente positivos y revaluaciones frente al dólar. Algunos países aprovecharon el período mejor que otros, pero en general el panorama fue de bonanza para toda la región. Sobre el fin de la década, a partir de la crisis estadounidense y europea, la situación se transformó; el dólar se fortaleció y generó reflujos de capitales hacia los países centrales y los precios de las commodities empezaron a caer. A ello se sumaron las transformaciones de la economía china, que si bien mantiene tasas de crecimiento de su PIB todavía muy altas, 6,9 por ciento el año pasado, un número discutido en Occidente, también redujo fuertemente el peso de su comercio exterior, un dato clave para el resto del mundo. En 2015 las exportaciones chinas apenas crecieron el 1,8 por ciento y sus importaciones se desplomaron el 13,2 por ciento.
Para Argentina, los comportamientos de los socios principales de su comercio significaron la aceleración de su entrada en déficit comercial, lo que ocurrió el año pasado agudizando las fuentes reales de su restricción externa, una consecuencia directa de haber crecido sin transformar su estructura productiva. Mirar desde el mundo y no desde las disputas locales permite advertir mejor los condicionantes. Si el país tiene un déficit externo que debe financiar la cuestión del endeudamiento se vuelve vital. Después de la crisis de 2001-2002, el país creció sin la restricción financiera. Su canje de deuda a mitad de la década no sólo fue conveniente, sino que se produjo en el momento justo, con la economía creciendo y con superávit externo. Estos factores y la decisión política fueron claves para desendeudarse.
Cuando el viento favorable de la economía mundial se puso de frente al final de la década y los saldos de las cuentas corrientes empezaron a contraerse, el resto de los países de la región recurrieron a la cuenta capital: a tomar deuda y a la entrada de capitales. Para bien o para mal, los pendientes de Argentina con el poder financiero global, y quizá también alguna obstinación, obturaron esta vía y el resultado fue pagar todos los vencimientos con reservas generando inestabilidad. Se trató de una diferencia sustancial del país con el resto de América Latina. Para la administración de la Alianza PRO, lo que fue una gran desventaja para el Kirchnerismo sobre el final de su administración, significa una ventaja para su proyecto: la bajísima relación deuda externa/PIB es un activo para volver a endeudarse.
La nueva deuda es indispensable para satisfacer la demanda interna de divisas. El mecanismo es que el Tesoro nacional y los provinciales toman deuda del exterior. Los dólares conseguidos se cambian en el Banco Central por pesos. Estos dólares le permiten al Central abastecer los cuatro factores que componen la demanda de divisas: financiar importaciones, pagar vencimientos de deuda, remitir utilidades al exterior y formar ahorros en moneda extranjera. Si los dólares son suficientes para abastecer la demanda en una economía sin ninguna restricción, el BCRA puede también mantener a raya la cotización de la divisa y, por esta vía principal, contener la inflación y lograr la estabilidad de las variables macroeconómicas.
La segunda cuestión, que no es técnica sino política, es a qué fin se destinarán los pesos conseguidos con los dólares de la nueva deuda, lo que abre otro debate. Sin dudas se trata de pesos que alivian los presupuestos, pero pueden usarse tanto para financiar infraestructura vía inversión pública o para gastos corrientes, el gran riesgo. Aquí es donde cobra relevancia lo que defina el gobierno sobre el rol de cada componente de la demanda agregada (consumo, inversión, gasto público y neto del comercio exterior). La nueva administración proyecta alguna inversión pública y financiar déficit fiscal para dar sustentabilidad política a su modelo. Luego imagina que la estabilidad macroeconómica será condición suficiente para la inversión privada, la que se prevé en los sectores con ventajas comparativas absolutas; como agro, energía y turismo; es decir, sin el menor ánimo de transformar la estructura productiva para alejar la restricción externa y la necesidad permanente de dólares.
Llegado este punto aparece la cuestión buitres y las alianzas internacionales. Frente al cambio del ciclo externo y la restricción externa cualquier gobierno, del signo que fuere, estaría igualmente compelido a tomar deuda para satisfacer la demanda de dólares. Esta necesidad ocurre hoy en un contexto de extrema fragilidad. Podría no endeudarse, pero el costo sería el estancamiento y el potencial desequilibrio macroeconómico. Es lo que ocurrió, por ejemplo, en la década del 80. Luego, como se dijo, está el para qué. La Alianza PRO cree que para tomar deuda en buenas condiciones el país debe despejar todas las trabas del poder financiero global, lo que significa allanarse al fallo neoyorquino que favoreció a los fondos buitre. El dato real es que la acción del Poder Judicial estadounidense demostró una gran capacidad de daño trabando pagos internacionales y aumentando los costos del nuevo endeudamiento. Lo que debe evaluarse desapasionadamente, en una cuestión en la que dado el condicionamiento imperial parece imposible actuar sin pasión, es si no es peor el remedio que la enfermedad, debate que será el largo capítulo de las próximas semanas.
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