Domingo, 17 de abril de 2016 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
¿Cuál es el criterio para juzgar a un hacedor de políticas económicas? La respuesta no es su ideología ni la naturaleza de los fines perseguidos. Estos factores serían, en todo caso, valoraciones morales. Una posibilidad aséptica, si tal cosa existiese en una ciencia social fascinante, es partir de una de las definiciones más tradicionales de la economía, esa que la define como una simple “caja de herramientas”. El hacedor de política económica persigue determinados fines y para alcanzarlos posee una caja de herramientas, su ciencia, un buen punto para comenzar a valorar su eficacia.
Transmutemos las almas e imaginemos, por un momento, ser un policymaker macrista. Bajo este espíritu los objetivos son claros. Existe un enorme déficit fiscal y es necesario sanearlo para liberar los frenos de las fuerzas productivas. El saneamiento permitirá reconstruir la confianza, desatar un boom inversor y, superado el mal trago inicial, retomar la senda del crecimiento. Es un credo repetido por décadas, sencillo, y no está en nuestra naturaleza de hacedores dudar de él. Sólo se trata de utilizar las herramientas para llevarlo a la práctica.
El primer paso, entonces, es pedir las hojas de balance y analizar ingresos y gastos. Es contabilidad básica, lograr una combinación que no resulte negativa. En una empresa esto se puede hacer prescindiendo de todo lo que ocurre alrededor. Ese es nuestro background. Somos un equipo de CEO. Sin embargo, en tanto empresarios tenemos una conducta extraña: antes de recortar los gastos mochamos nuestros ingresos eliminando buena parte de los aranceles al comercio exterior agropecuario y minero. No es una inconsistencia. Fue una promesa de campaña y, como todo lo que sea eliminación de tributos al capital, parte de nuestro credo. Otra promesa fue salir de las restricciones cambiarias, por eso devaluamos el 40 por ciento. Además, esperamos que los sectores exportadores beneficiados por estas medidas dejen de retacear la liquidación de divisas, lo que permitirá estabilizar el tipo de cambio. Luego, como la inflación es un producto del aumento de la cantidad de dinero, complementamos secando la plaza mediante la colocación de títulos públicos. Con ello desincentivamos en paralelo la demanda de dólares, es decir, estabilizamos por los dos lados.
En el camino ocurren algunas cosas indeseables que, sin embargo, deberíamos haber previsto. Como los bienes alcanzados por la desgravación arancelaria son los mismos que integran la canasta de consumo salarial se produce una potenciación de las subas de precios; tanto por la porción correspondiente a la devaluación como por la correspondiente a la eliminación de retenciones. El salto inflacionario se traduce en caída del consumo. No nos molesta. Consideramos que está bien, porque su nivel anterior era ilusorio, insostenible.
Sincerado el panorama de ingresos, ahora sí podemos abocarnos al recorte de gastos. Lo primero que salta a la vista son los subsidios a los servicios públicos, ese derrape que, en tanto universal, llegó a beneficiar indiscriminadamente a todos los hogares y empresas, con impacto en toda la estructura de costos de la economía. El desfasaje con los precios de mercado, sin ningún subsidio y pagando los costos post devaluación de la energía importada, es significativo y demanda subas de tarifas muy grandes, pero el costo macroeconómico aparece como inevitable: una nueva vuelta inflacionaria que se suma a la ya provocada por la devaluación y la eliminación de aranceles. La sumatoria genera la primera gran discusión en nuestro equipo por la velocidad para implementar la eliminación. Se impone la postura de hacerlo más o menos rápido para no prolongar la agonía y enviar una señal de decisión a los mercados, pero no ajustando el 100 por ciento de golpe porque el shock sería insoportable. Los halcones pierden, pero aunque en algún momento se deberá aumentar todavía más, las tarifas igual se multiplican.
Los recortes no se agotan aquí. Los despidos en la administración son otra cosa, no tienen que ver con el gasto. Entre las cuentas públicas que saltan se encuentran las de la Anses. Es necesario comenzar a recortar beneficios a jubilados y pensar en nuevas formas de capitalización. Si el Estado se encuentra en déficit deberá privatizar las participaciones accionarias que posee en empresas privadas. Ya llegará. Lo mismo pasa con las empresas públicas. Hay que terminar con el derroche en Aerolíneas y hacer que YPF sea un actor más entre sus pares. Como el resultado fiscal sigue en rojo furioso a pesar de los esfuerzos y limita la posibilidad de realizar hasta los gastos básicos del Estado en infraestructura, creemos que se puede compensar con crédito externo. Ello supone acelerar el arreglo con los fondos buitres para regularizar la relación con los mercados financieros, lo que aumentará, ya a partir del ejercicio 2017, el pago de intereses en divisas obligando a nuevos ajustes.
Abandonemos, por fin, la agobiante transmutación. El resultado para la economía real de haber aplicado estas herramientas en pos de los objetivos fue la inducción de una recesión sobre una economía en crecimiento. Para el mes de abril se estima un pico inflacionario en torno al 8 por ciento en sólo 30 días, del que 6 puntos serán el efecto inmediato del aumento de tarifas para los hogares, pero sin que todavía entre a jugar la ronda de aumentos a través de los mayores costos de las empresas. La inflación en un contexto recesivo, a diferencia de lo que ocurre durante una expansión, tiene efectos devastadores en la distribución del ingreso. El impresionante aumento de la pobreza ya registrado es una señal evidente. Existe también un factor no ponderado todavía: el cambio de expectativas económicas retroalimenta el círculo. Salvo en las actividades totalmente desligadas del ciclo interno, nadie invierte en una economía en recesión. El parate patea hacia adelante los tiempos de una potencial recuperación por la vía imaginada. Y lo peor, el freno de la economía afecta la recaudación obligando a nuevos recortes. La vieja historia del perro que se muerde la cola.
Cabe preguntarse si, persiguiendo los mismos objetivos que los policymakers macristas, se hubiesen aplicado de manera diferente las mismas herramientas. Preguntarse, por ejemplo, qué hubiese sucedido si, antes de desfinanciar al erario empezando por la eliminación de aranceles, se hubiese establecido un cronograma gradual para su reducción en paralelo con la también gradual eliminación de subsidios. La respuesta posible es que se habría evitado el shock sobre los precios y la tensión sobre la política monetaria, política que además se está revelando carísima y que contribuye a retroalimentar la recesión. Como lo demostraron los números del Indec-Todesca para 2015, ni el agro, ni las economías regionales, ni el sector minero reclamaban acciones urgentes. De paso vale recordar que, si se excluye el efecto riqueza, el impacto de la eliminación de retenciones fue nulo tanto en las regiones como en materia de liquidación de divisas. Siempre en sus propios términos, manejar con mejor pulso y cintura estos procesos también le habría quitado dramatismo y urgencia a la negociación con los fondos buitre. La regla número uno de cualquier negociación es no negociar apurados. Un dato complementario es que mientras las medidas que beneficiaron al capital se aplicaron inmediatamente, las pocas que favorecerían a los sectores más vulnerables, como la devolución del IVA a los alimentos, continúan como meros anuncios.
Desde el punto de vista estrictamente macroeconómico los resultados de los primeros cuatro meses del nuevo régimen revelan mucha descoordinación e impericia técnica. Desde la perspectiva política manifiestan la voluntad de apoderarse lo más rápido posible de los beneficios del triunfo electoral acelerando la transferencia de ingresos en favor del nuevo bloque ganador y sus aliados locales y globales. El desprecio por los efectos económicos y sociales de la apropiación, con el deterioro de todos y cada uno de los indicadores, explica la rápida pérdida de capital político. La proliferación de DNU, la persecución ideológica y los Panamá Papers hacen lo propio con el capital simbólico republicano y honestista. Todo en apenas un cuatrimestre y bajo una complicidad mediática sin precedentes.
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