Dom 17.07.2005
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Ejemplo ridículo

› Por Marcelo Zlotogwiazda


Roberto Lavagna sabe perfectamente que un pequeño aumento salarial a los porteros no le hace la más mínima cosquilla al índice de inflación. Pero chicanero como es, eligió ese mal ejemplo que lo hizo quedar en ridículo porque quería hacerle saber en público a la Casa Rosada su preocupación por el tema inflacionario y de paso atizar un poco el fuego de odio que se tienen con el Jefe de Gabinete: resulta que, dicen en Economía, Alberto Fernández facilitó el aumento al gremio que conduce Víctor Santa María en simultáneo a que el gremialista comprometiera mucha colaboración para la campaña en la Capital Federal, donde uno de sus hombres integra la lista que encabeza Rafael Bielsa. Y la versión de que analiza su alejamiento tirada a rodar por los medios habituales no fue sino otra advertencia en el mismo sentido para el ala política del Gobierno.

Por encima de las rencillas palaciegas a las que Lavagna lamentablemente tampoco escapa, es un dato objetivo que el ministro está intranquilo con el tema precios, que en junio deparó una ingrata sorpresa que se reiteraría en julio con un índice superior al 1 por ciento, según surge, por ejemplo, del Relevamiento de Expectativas de Mercado que elabora el Banco Central. Esa misma encuesta refleja hasta qué punto se modificaron los pronósticos de los principales gurúes. En promedio, ahora se espera para agosto una inflación minorista del 0,7 por ciento y del 10,5 para todo el 2005, lo que equivale a siete décimas más de lo que se pronosticaba hace un mes.

No hay duda alguna de que el problema existe, pero antes que nada conviene acotarlo a su real dimensión. Cualquier manual de la materia, y fundamentalmente la propia historia económica argentina, enseña que para que haya riesgos de alta inflación se requiere de un fuerte déficit fiscal y/o de un aumento sostenido del tipo de cambio que empuje costos, expectativas y remarcaciones. Y la verdad es que el contexto actual luce como un negativo de esa imagen, tal como desdramatizó atinadamente el último informe de la consultora Finsoport: el superávit es enorme y con recaudaciones que no cesan de batir records, y lejos de verificarse una tendencia alcista con el dólar, de lo que se trata por todos los medios es de que la divisa no baje demasiado en valores nominales de su nivel actual. Al respecto, el REM indica que de un mes a esta parte mejoraron los vaticinios tanto de recaudación como de superávit comercial.

Esa misma encuesta refuerza la idea de que la lucecita inflacionaria para el mediano plazo es tenuemente amarilla, con vaticinios para el 2006 que no se intensifican sino que pierden voltaje hasta un 8 por ciento.

Hecha la acotación en su doble sentido, la inflación realmente existente y la potencial van a ir carcomiendo de a poquito dos variables claves que complicarán el mantenimiento del actual modelo. Por un lado, con un tipo de cambio nominal que a lo sumo se mantendría estancado, el aumento de precios irá depreciando el valor real del dólar. Melconian y Santángelo calcularon en el informe de esta semana que con un 13 por ciento de inflación anual y el dólar clavado en 2,90 pesos, en cinco años el tipo de cambio real sería equivalente a una cotización actual de 1,25 peso. No hace falta abundar sobre el descalabro que eso implicaría para la competitividad externa, ni aclarar que el resultado es igualmente desastroso si la cuenta se realiza tomando una inflación anual del 10 en lugar del 13 por ciento.

Por supuesto que la competitividad también depende de las variaciones en la productividad y por ende de la inversión de los diferentes sectores, pero igualmente cuesta imaginar en perspectiva que por esa vía se pueda neutralizar un deterioro como el señalado.

En segundo lugar, un ritmo inflacionario como el actual deteriora perceptiblemente el poder adquisitivo, con sus consecuencias negativas para el sostenimiento de la demanda interna, y exacerbantes para la puja distributiva. Al revés de lo que sugiere el razonamiento implícito en el ejemplo ridículo del ministro ha sido la inflación la causante del deterioro salarial y el correspondiente reclamo por su recomposición, por más que algunos se empecinen en culpar al salario del pequeño rebrote inflacionario. Cada tanto reaparecen los que niegan la ley de gravedad y aseguran sueltos de cuerpo que llueve de abajo hacia arriba.

Esto último no excluye que para algunos sectores puntuales, y obviamente para muchas empresas, el aumento en el costo salarial resulta imposible de absorber sin trasladarlo a precios o poniendo en riesgo una rentabilidad mínima. Pero de ahí a generalizar que el problema inflacionario macroeconómico obedece a una presión salarial hay una enorme distancia.

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