DEBATE
El presidente del Banco Ciudad, Federico Sturzenegger, como representante de la ortodoxia económica, y el gerente general del Banco Central, Matías Kulfas, como referente de la heterodoxia, escribieron sendos comentarios del libro Economía a contramano. Cómo entender la economía política, de Alfredo Zaiat, artículos que intervienen en un interesante debate de ideas sobre la actualidad económica.
› Por Matias Kulfas *
Economía a contramano de Alfredo Zaiat ofrece una saludable sorpresa a sus lectores. La sorpresa no reside en los temas que trata a lo largo de sus más de 300 páginas, los cuales están en todos los diarios. Tampoco en la calidad expositiva, el rigor metodológico y la honestidad intelectual que caracteriza a las notas y columnas que, desde hace años, escribe Zaiat en Página/12. El aspecto más destacado de este libro es que siendo una obra de profunda actualidad –se podría afirmar que no hay tema relevante de la situación económica al cual no se le haya animado– es una obra que trasciende a la coyuntura.
En efecto, temas como la fuga de capitales, el atesoramiento de dólares, la política cambiaria, la inflación, las estadísticas del Indec, la política económica y los factores de poder, el papel del Banco Central, todos ellos están profusamente tratados en este libro. Y, sin embargo, detenerse en su lectura permite tomar una prudente distancia del tratamiento que reciben cotidianamente y sacar conclusiones mucho más profundas y abarcativas.
El capítulo titulado “El dólar y la fuga de capitales” es, desde mi consideración, el punto más alto del libro. El análisis sobre la obsesión de un sector de la sociedad argentina por el dólar es por demás interesante. El punto de partida es un informe estadounidense acerca de la tenencia de dólares billete fuera de Estados Unidos, arribando Zaiat al interesante hallazgo de que Argentina es el país del mundo con mayor tenencia de dólares por habitante. A partir de ello, Zaiat ofrece evidencia sobre esta obsesión argentina que invita a una reflexión: nada de lo hecho ni de lo que las recetas habituales proponen ha servido en las últimas décadas para modificar esta tendencia. Un breve repaso de las diferentes alternativas arroja evidencia que permite corroborar la hipótesis. Como instrumento de reserva de valor o rentabilidad, Zaiat muestra que a partir de 2003, y hasta el mes de mayo de 2012, cualquier inversión financiera superó al dólar, incluido el ilegal. La idea de que se trata de un refugio contra la inflación se da de bruces contra la evidencia de que en los ’90, en períodos de baja inflación e incluso deflación, la fuga continuó. Con mayor o menor confianza, con alta inflación, baja inflación, o incluso deflación; con otra opciones de activos financieros de mejor rentabilidad, con tipo de cambio muy competitivo o con atraso cambiario, sea cual fuera el escenario, la tendencia no se modifica sustancialmente.
Probablemente la conclusión resulte un tanto frustrante, pero aporta evidencia para refutar las explicaciones facilistas que se escuchan a diario, léase que esto se soluciona con una fuerte devaluación, o dejando que la divisa fluctúe libremente, o generando mecanismos “amigables con el mercado” que restablezcan la confianza, o subiendo las tasas de interés o introduciendo políticas que permitan una drástica reducción de la inflación. Todo ello ocurrió en mayor o menor medida en las últimas décadas. Entonces la pregunta que surge es si no ha sido la falta de un rumbo más definido y las políticas inconsistentes que están en el origen de esta tendencia a atesorar las que indujeron esta tendencia en un sector de la población. En suma, la reflexión es que haga lo que se haga, las recetas habituales no modifican este problema, y refuerza la idea de que hay que tomar otros caminos, probablemente más drásticos, para alterar el problema de raíz.
Otro lugar común que Zaiat desarma con una buena argumentación y sustento empírico es la idea de que Argentina se ha transformado en un país caro. Curiosa mirada: quienes suelen remarcar esta afirmación miran la evolución doméstica de los precios, pero no hacen las comparaciones internacionales que sí realiza Zaiat, de modo tal que terminan por afirmar que Argentina es más o menos cara que sí misma en el pasado y con ello concluyen que ahora es un país caro en términos internacionales, un razonamiento falaz. La evidencia de Zaiat permite salir de ese ombliguismo.
Cuando hace mención a la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central y enfatiza las nuevas facultades regulatorias sobre el mercado de crédito, en particular la exigencia a los bancos sistémicos de destinar el 5 por ciento de sus depósitos privados al otorgamiento de préstamos para inversión productiva a una tasa máxima del 15 por ciento anual, Zaiat corrige un equívoco en el que han incurrido muchos economistas. Tal es que esos créditos provocan pérdidas en las entidades bancarias por cuanto, según esa argumentación, el costo de captación de depósitos se ubica actualmente en un nivel no muy diferente de la tasa del 15 por ciento que hoy algunos bancos pagan por un plazo fijo, análisis que tendría algún sentido si no fuera por el hecho de que la mitad de los depósitos del sistema financiero son cajas de ahorro y cuentas corrientes cuyo costo de captación es cercano a cero. Zaiat acierta al afirmar que con esta medida los bancos ganan menos que con otros negocios que realizan, pero no dejan de ganar en absoluto.
El capítulo sobre la inflación es probablemente el más complejo y provocador. Zaiat acierta en desnudar la falacia de atribuir el fenómeno a una sola causa y en apuntar al carácter ideológico de algunas explicaciones. Su rescate de los textos de Silberstein es por demás interesante, en particular cuando cuestiona que los precios suben cuando hay presiones salariales, pero nunca debido a un alza en las ganancias empresariales. La puja distributiva es un aspecto central en un país como el nuestro, que tiene un nivel relativamente bajo de población y que cuando logra poner su economía en marcha puede tender hacia el pleno empleo. Este fenómeno lo vivió nuestro país durante su etapa de industrialización, particularmente entre las décadas del ’50, ’60 y hasta mediados de los ’70. Con posterioridad, las políticas de apertura y los programas de corte neoliberal tuvieron efectos adversos para el sector industrial y la apertura operó como factor “disciplinador”, en particular sobre el mercado de trabajo, el cual comenzó a operar con altos niveles de desempleo, sobre todo en los años ’90. Las políticas implementadas desde el año 2003 revirtieron esta tendencia, el país inició una etapa de reindustrialización, se recuperó el mercado interno, se redujo el desempleo en muy poco tiempo y la puja distributiva reapareció. Lo cierto es que en un sistema capitalista, el capital tiene preeminencia en la formación de precios y, en ausencia de contrapesos adecuados, la presión salarial implica presión sobre precios. En este punto, establecer un vínculo entre subas salariales y subas de precios no significa una mirada reaccionaria destinada a desacreditar a los sindicatos sino, antes bien, reconocer un aspecto de la relación salarial que debe ser contrapesada en cualquier enfoque heterodoxo.
Este es un aspecto esencial a tener en cuenta a la hora de examinar el violento papel que se le pretende atribuir a la moneda como factor disciplinador, papel que entra por la ventana con enfoques monetaristas que al día de hoy están en boga y pueden ser leídos en todos los diarios. No son pocos los economistas que calculan en qué porcentaje varió la base monetaria, en cuánto los precios y concluyen, como si fuera una obviedad, que el crecimiento de la emisión monetaria explica la inflación. Zaiat acierta al introducir en la discusión las tesis de Olivera sobre inflación estructural y dinero pasivo. En este marco, la emisión monetaria no genera la inflación sino que en todo caso acompaña el crecimiento del nivel de actividad y los precios. Recuerdo una discusión al respecto a comienzos de 2011, en ocasión del debate sobre el fondo de desendeudamiento que viabilizó el pago de deuda con reservas. Algunos economistas, entre ellos Martín Redrado, señalaron que la inflación se había incrementado entre 2009 y 2010 como consecuencia de la instrumentación del mencionado fondo de desendeudamiento. Dicha afirmación parecía olvidar unas cuantas cosas, entre ellas que 2009 fue el peor año de crecimiento del PIB desde 2003 como resultado de los coletazos de la crisis internacional, la cual afectó a algunos sectores manufactureros, redujo inversiones y mostró ciertos niveles de capacidad ociosa en algunas ramas productivas. En segundo lugar, las tensiones que introdujo el alza de los precios internacionales de los alimentos registrado en 2010, en particular en el caso de la carne. En efecto, la inflación de 2010 fue más alta que la de 2009, pero las causas no había que buscarlas por el lado de la expansión monetaria sino del aumento de los precios internacionales y de la intensificación de la puja interna por la distribución del ingreso. Menos aún en un fondo de desendeudamiento cuyo efecto monetario es neutro (se cancelan pasivos externos con activos externos). En suma, la evolución de los agregados monetarios es consecuencia, no la causa de dicho aumento. La restricción monetaria que proponen muchos economistas apunta a encarecer el costo del crédito para las empresas, la atracción de capitales de corto plazo al país y sólo logra tener efecto antiinflacionario si con ello se lograra cierta apreciación del tipo de cambio: es la receta de los rentistas, no la de los sectores productivos. Por este camino se cierran fábricas, se pierden empleos y aumenta la pobreza.
Está claro que es mucho más fácil atribuir la inflación a un fenómeno específico, léase la emisión monetaria o los aumentos salariales. Es sencillo porque entonces las reglas de política económica son también muy simples. El problema es que los argumentos son falaces y las políticas que se aplican terminan siendo inútiles, ya sea porque no logran su cometido o bien porque en el camino terminan dejando un tendal de efectos no deseados (esto si no dudamos de la honestidad intelectual del que lo formula). Dicho esto, está claro que hay mucho terreno para seguir discutiendo y teorizando sobre la inflación desde un enfoque heterodoxo. La emisión monetaria no es la causa de la inflación, pero a nadie en su sano juicio se le podrá ocurrir que imprimir billetes sin límite alguno no tendrá efecto sobre los niveles de precios, lo que cambia en todo caso es el enfoque y las reglas de intervención. Del mismo modo, las subas salariales no son la causa de la inflación, pero está claro que en ausencia de contrapesos, mecanismos de concertación y regulación, el empresario buscará preservar e incluso aumentar su tasa de ganancia buscando desacargar las subas en sus costos sobre los precios. Y así con muchos temas. El mundo es complejo y los modelos de intervención requieren enfoques más sofisticados que las simplificaciones vulgares de los modelos ortodoxos. Zaiat acierta en la desmitificación de estas simplificaciones e introduce el marco general adecuado para pensar el tema.
El libro cumple su cometido. Hoy la crisis del pensamiento ortodoxo invita a un nuevo desafío, el cual consiste ya no sólo en pensar a contramano sino en consolidar nuevos esquemas de pensamiento y de acción en materia de política económica, no para contraponer sino para proponer, perfeccionar y profundizar los cambios.
* Economista. Gerente general del Banco Central de la República Argentina.
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