Viernes, 5 de septiembre de 2008 | Hoy
TEATRO › ENRIQUE DACAL Y PIEDRA NEGRA SOBRE UNA PIEDRA BLANCA
Apelando a la historia hipotética, la pieza que protagonizan Víctor Hugo Vieyra y Cutuli da cuenta del curioso encuentro de José de San Martín y el compositor Gioachino Rossini en París, en 1834, durante una noche tormentosa.
Por Cecilia Hopkins
“Me moriré en París con aguacero”, vaticinó certeramente el peruano César Vallejo el mismo año de su muerte en el poema Piedra negra sobre una piedra blanca. Ese primer verso da nombre a la obra escrita por el también actor Enrique Papatino, que acaba de estrenarse en el Teatro del Pueblo (Avenida Roque Sáenz Peña 943) con la actuación de Víctor Hugo Vieyra y Cutuli. Ganadora del segundo premio Legislador José Hernández, premio que otorga el Congreso de la Nación, la pieza da cuenta del curioso encuentro de José de San Martín y el compositor Gioachino Rossini en París, en 1834, tras salir de una fiesta, durante una noche tormentosa. Si bien no hay ningún dato que certifique que ambos personajes se conocieron efectivamente, al menos sí se sabe que en esa época ambos estaban en la capital francesa y que los dos disfrutaban de una vida social intensa. La acción tiene lugar en la residencia del militar argentino (interpretado por Vieyra), adonde llega acompañado por el músico italiano (Cutuli) en razón de sentirse súbitamente enfermo. Esta situación origina una serie de reflexiones por parte del revolucionario –frustrado y exiliado– y el compositor que ya siente cerca el fin de su vida artística. En una entrevista con PáginaI12, el director explica las claves del texto: “El capricho de una tormenta nocturna sitúa en íntimo contexto a estos recíprocos desconocidos –subraya Enrique Dacal–. El general espeta su pasión al consagrado maestro, descarga el brillo de su pasada gloria y el dolor de su actual miseria, ladra su fiebre de libertad nunca aplacada. El maestro, aunque ya con sus sueños de grandeza amortizados, toca el desapacible límite de su propio genio”, concluye.
–¿Qué ideas o pasiones representan en un principio los personajes del militar y el maestro?
–Me parece que ambos padecen de sueños inmarcesibles. Los dos, por otra parte, soportan pasiones que, a pesar de ser nombradas de diferentes formas, tienen que ver con la libertad, con la belleza y con lo sublime.
–¿En qué difieren?
–Fundamentalmente, en que ambos creen tener narraciones opuestas con respecto a la condición humana, el honor, la trascendencia, el sentido mismo de la existencia.
–¿Qué piensa que ocurre en la percepción del espectador cuando éste reconoce a los personajes? ¿Qué fuerzas de oposición y qué rasgos de identificación entre ambos se intensifican?
–La discusión que establecen estos personajes como en un verdadero torneo los acerca más cuanto más enfurecidos se muestran. La larga noche con aguacero que comparten, vencido el tiempo de las sutilezas, las elipsis y los escarceos calculados, los va identificando como seres distintos pero semejantes. Ya no se trata de una porfía sobre las cuestiones de la verdad y la moral. El desvelo tiene ribetes de situación excepcional para dos hombres que no hacen otra cosa que poner en acto su conflicto existencial. Se oponen, hasta el ladrido y casi la dentellada, y por ello mismo se identifican.
–A pesar de que los personajes son ficticios, la obra juega con el hecho de que el espectador está en condiciones de reconocerlos. ¿Qué efecto adiciona a la ficción teatral el personaje histórico?
–Me parece un texto brillante. Muestra a dos personajes que, sin ser llamados nunca por sus nombres, son sospechados como José de San Martín y Gioachino Rossini. Esto confiere un valor agregado a la trama. Es una fantasía que podría ocurrir en cualquier lugar actual o del pasado, pero construida con lenguaje y datación histórica que torna inevitable la aparición del personaje histórico en la mente del observador. La obra propone un ejercicio de reflexión histórica.
–¿Cuáles son las “correcciones” que según la obra habría que hacerle a la historia oficialmente conocida?
–Este general nunca se percibió a sí mismo como el padre de la patria. La historia de Mitre, lejos de acercar justicia a su memoria, creó un héroe de bronce funcional a la construcción política de la Argentina. La traición, explicada por el general, lleva nombres y apellidos que convino silenciar o maquillar en la historia oficial. San Martín era aquel puteador incorruptible, intransigente y también sensible, al que le fue robada su imagen de hombre para alimentar la estatua del prócer.
–Usted abordó personajes históricos en varias oportunidades. ¿Esta experiencia se relaciona con alguna otra de su carrera de director?
–Los personajes históricos son dramáticos en el sentido más acabado del término. Son siempre una provocación teatral que, en los últimos años, se me presenta como irresistible. Vengo de entreverarme con las Cartas de amor a Stalin, de Juan Mayorga, estrenada el pasado año. Además, acumulo otras experiencias más o menos recientes y siempre con Papatino como dramaturgo. Por ahí está latiendo mi necesidad. De todas formas y de manera independiente a lo que resulte de esas obras después de pasar por mis manos, siempre que leo un texto bien escrito –buen teatro, sea o no histórico– hago lo imposible por ponerle el cuerpo.
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